Preocupado por la superabundancia de ficciones distópicas en detrimento de visiones utópicas del futuro, Francisco Martorell ha urdido un texto imprescindible con el que mostrarnos que ese desequilibrio “nos aloja en un fatalismo paralizante que cancela la facultad de imaginar lo venidero en términos constructivos”. Contra la distopía es la perfecta deconstrucción de un género en auge que, más que agitar conciencias, siembra la semilla de la impotencia y la desesperanza.
Una vez establecido que al sistema no le inquietan las denuncias si no van acompañadas de visiones de un nuevo orden social, Martorell identifica los iconos del género: un poder autoritario de base científica y soporte policial por un lado, y una tecnología capaz de manipular el entorno físico y el organismo humano por otro. La preeminencia de uno u otro daría lugar a las distopías políticas o tecnológicas respectivamente.
El siguiente paso es analizar minuciosamente las características de esas y otras variantes del género desvelando su mensaje implícito. Así, en el plano político, asistimos a enfrentamientos antagónicos individuo-Estado o libertad-igualitarismo, en los que subyace una defensa a ultranza del individualismo económico liberal. En las tecnodistopías son la naturaleza y la realidad, convertidas en nuevos Dioses autoritarios, las que se oponen a lo artificial y lo virtual, pronosticando el inevitable castigo: la tecnología permite al ser humano sentirse un dios creador, pero pagará por ese acto de soberbia.
Martorell aprovecha las peculiaridades del género distópico para desplegar su ideario alternativo, señalando incongruencias y servidumbres. Advierte así del anacronismo que supone seguir denunciando el control estatal orwelliano cuando, ahora, somos nosotros los que desnudamos nuestra privacidad en las redes sociales sirviéndosela en bandeja a un poder neoliberal. También aboga, frente a la idílica vuelta a la Naturaleza con su desactivante carga teológica, por un ecologismo laico y humanista. Nuestro objetivo sería preservar un planeta en condiciones saludables y desechar el “efecto Avatar”, según el cual solo habría dos opciones: la destrucción de la naturaleza o la mística comunión con ella.
A lo largo del texto el autor analiza todo tipo de obras de anticipación, novelas, películas o series, desde clásicos reaccionarios que advierten de los peligros del feminismo a otras actuales, como Divergente o Sinsajo, que caen en el tópico de las revoluciones instaladas en los mismos errores de los sistemas que derrocaron, y todo por culpa de la propia naturaleza humana. Un argumento que textos como Dignos de ser humanos de Rutger Bregman nos invitan a cuestionar.
Martorell hace hincapié en algunos inevitables corolarios que se desprenden de ciertos textos, como “la condición despótica de la razón”, culpable en última instancia de una supuesta deshumanización, o aquel que establece como inevitable el actual orden de las cosas, y es que parece más fácil concebir el fin del planeta que el del capitalismo. No duda, sin embargo, en encontrar elementos valiosos en obras satíricas como Qualityland o Jennifer Gobierno y autores como Iain Banks o Kim Stanley Robinson.
En su denuncia de los rasgos regresivos de las distopías, Martorell cuestiona el sesgo calvinista que supone la sacralización del trabajo como rasgo esencial de la naturaleza humana, y que lleva aparejada la advertencia del desastre que supondría su desaparición a manos de la automatización. Y no olvida, finalmente, resaltar la paradoja intrínseca del género distópico: cuestionar el ahora mostrando el mañana nefasto al que parece avocado, no es sino otra forma de legitimar aquel como mal menor.
Y es que si solo nos mueve el miedo a un porvenir catastrófico, intentaremos conservar el presente, aunque sea defectuoso. La esperanza en un futuro mejor necesita un alimento más estimulante porque, si no somos capaces de imaginar ese futuro, ¿cómo vamos a conseguirlo?
Rafael Martín