
Reelaborar un clásico, reinterpretar un mito o, simplemente, incitar al lector a establecer paralelismos con alguno de aquellos, no deja de ser un recurso interesante para potenciar el sentido de un texto, para añadirle nuevos significados. Remitirnos a uno de esas obras puede servir al autor para certificar la vigencia de ciertas situaciones y caracteres del pasado, como hacía recientemente Barbara Kingsolver con su dickensiano Demon Copperhead. Reescribirlas permite, por ejemplo, convertir a un personaje secundario en protagonista, como ha hecho Margaret Atwood con Penélope o Percival Everett con el compañero de Huckleberry Finn.
A veces basta con escoger una ambientación o una ubicación particular para que el texto de referencia, convertido en paradigma de aquellas, nos venga ineludiblemente a la mente: situar la acción en un sanatorio para tuberculosos en las montañas nos va a remitir necesariamente a la obra maestra de Thomas Mann. Y eso es lo que hace la también Premio Nobel Olga Tokarczuk en su último libro, aprovechando además el reciente centenario de la publicación de La montaña mágica.
El protagonista de Tierra de empusas, el joven estudiante de ingeniería de aguas Wojnicz, se alojará en una Pensión para Caballeros a la espera de una plaza libre en el imponente sanatorio de la localidad de montaña a la que acaba de llegar. La autora polaca juega desde el principio a establecer claras correspondencias con los personajes del clásico: el Hans Castorp de Mann, de edad similar al polaco Wojnicz, era ingeniero naval, y los dos antagonistas Settembrini y Naphta, cuyas disputas verbales recorren La montaña mágica, encuentran fiel correspondencia en dos inquilinos de la Pensión, August y Longin Lukas, socialista, humanista e internacionalista el primero, católico, tradicionalista y defensor de los totalitarismos el otro.
Las conversaciones y debates que entablan y en las que, en ocasiones, participan otros huéspedes, versan sobre todo tipo de asuntos, aunque hay uno recurrente y que concita unanimidad: la manifiesta inferioridad del género femenino en su conjunto. El desprecio hacia este se refleja en comentarios del tipo: “La mujer representa una etapa pasada e inferior de la evolución”, “únicamente la maternidad justifica la existencia de ese problemático sexo”. Consideran que el hombre configura la identidad individual de la mujer, el Estado su papel social y la Iglesia su vida espiritual, y que, con su cercanía a la naturaleza, las mujeres amenazan el orden del mundo. Incluso Lukas aboga por forzarlas a tener relaciones para protegerlas de la enfermedad de la histeria.
Estamos ante un despliegue tal de misoginia que el lector, y por supuesto la lectora, no puede sino sentirse perturbado al descubrir, en una nota final, que esos comentarios parafrasean a otros tantos de una larga nómina de autores fundamentales: desde clásicos griegos y romanos a escritores contemporáneos, desde científicos a filósofos y músicos, desde los más celebrados bardos a los más admirados pensadores. Aquellos, en definitiva, sobre cuyos sólidos hombros se sostiene toda la cultura occidental.
Tokarczuk le añade a la novela la dosis de suspense necesaria para mantener a los lectores pegados a la página. Porque, ya al llegar, el protagonista encuentra el cadáver de la mujer del dueño de la Pensión, cuyo aparente suicidio pone en duda uno de los residentes, el que también le habla a Wojnicz de los cadáveres despedazados que se encuentran en el bosque todos los años. En el pueblo se recuerda además la quema de brujas que tuvo allí lugar en el siglo XVII y que provocó la huida de muchas mujeres a los montes, todas ellas sospechosas.
Simultáneamente se nos va perfilando la personalidad de un protagonista inmaduro, que huye de la imagen dominante de un padre que exige sumisión, esa que vuelve a encontrar en el médico que lo trata: interesado por el psicoanálisis, culpa a las madres de transmitir una emocionalidad excesiva que debilita el carácter de los hijos.
En definitiva, estamos ante una versión feminista de un clásico de ese acervo cultural del que venimos, un texto que, narrado en una misteriosa primera persona del plural femenino, nos zarandea y, a veces, nos abochorna, y que defiende la necesidad de mirar con otros ojos, de ver lo que nos había pasado inadvertido pero siempre estuvo ahí.
Rafael Martín