Guillaume Lejean, (Plouégat–Guérand, 1828- 1871) fue un explorador y geólogo francés, cuyo afán investigador le llevó a sitios como los Balcanes, el Nilo y Abisinia, Mesopotamia y finalmente la India y Cachemira, objeto del libro que tenemos entre manos. En 1864 Lejean llega a Karachi, desde donde parte hacia el norte, con la intención de llegar a Afganistán. Pero se entera de que hay múltiples conflictos por esa zona: revueltas, invasiones, con varios países involucrados: China, Rusia, y los estados indios. Finalmente ha de cambiar la ruta, aunque de todas formas, sigue encontrando ciudades, pueblos y costumbres interesantes y llamativas por su exotismo, figuras pintorescas y paisajes impresionantes.
El resultado de este viaje es un texto que atrae, por las reflexiones y las narraciones míticas que nos cuenta y los bellísimos grabados con las que la editorial ha ilustrado el libro hacen de la lectura una ocupación entretenida y amena, a la par que ilustrativa. Únicamente se echa en falta entre tanta ilustración un mapa de la zona, que, para el lector no muy avezado en geografía le lleva a recurrir a un buen atlas.
El autor ha escrito unas partes como diario de viaje y otros capítulos como reportaje geopolítico. Porque habla también de los sitios donde no ha podido llegar pero ha recabado información sobre el terreno, o ha entrevistado a personas que le han informado. También nos cuenta leyendas, tradiciones, anécdotas y curiosidades que amenizan el recorrido.
Visita Lahore, la ciudad donde veinte años más tarde el joven Kipling trabajaría como reportero en el Diario local. Visita el Museo de la ciudad, cuyo director era el padre de Kipling, (probablemente lo fuera ya por esos años) y el contenido del museo le llama enormemente la atención y realiza dibujos de algunas de las piezas conservadas. Más adelante, al llegar a Pesawar, también se sorprende de que haya un museo en una ciudad que apenas lleva dieciséis años en poder de los británicos. El doble carácter griego e indio (budista) de las esculturas que allí encuentra le hace evocar al rey Kanichka (Kanerkes en griego), que fue heredero de la civilización greco-bactriana, y probablemente usó artistas griegos para la elaboración de esas esculturas.
Se dirige a Rawalpindi, pasando por paisajes paradisíacos, conforme se va acercando a los pies del Himalaya, el clima y la vegetación cambian y le recuerdan a los Alpes. La naturaleza despliega una inmensidad tan tremenda que se siente anonadado, y comprende que los indios desarrollen ideas panteístas, adorándola, temiéndola, asistiendo impertérrito a sus manifestaciones a veces mortales. El viajero recorre a pie el camino hacia Cachemira, admirando la belleza exuberante del paisaje, mientras nos cuenta leyendas sobre la creación del país, la lucha del apóstol budista Madiantika contra un dragón monstruoso que vivía bajo las aguas del lago. La capital, Srinagar, es llamada la Venecia india, por estar construida entre canales y aguas del lago. Pero la vegetación que la cubre por doquier rebasa a la Venecia europea.
El autor nos cuenta muchas cosas acerca del país, costumbres, agricultura, industria, sobre cómo visten los hombres y las mujeres, en fin, nos da una serie de detalles curiosos que le llaman la atención. Se detiene en la fabricación de los famosos chales, contándonos todo el proceso, lo que cuestan y el tiempo que se tarda en fabricar uno (alrededor de ¡cuatro meses!). Después hace una serie de jugosas reflexiones sobre el gobierno de Cachemira, que en esos años era un estado independiente (libre) gobernado despóticamente por un maharajá, Ranbir Singh, que se apropia de la cuarta parte del miserable salario de sus súbditos, y les impide salir huyendo hacia la prosperidad de las zonas de dominio británico. “He observado en la historia–nos dice Lejean– que los hombres tienen una gran propensión a dejarse hacer pedazos para defender un gobierno que se arroga el derecho de saquearles” (pág. 81) Y lamenta que, mientras en Europa se lanzan maldiciones sobre el “espíritu invasor” de Inglaterra en la India, considerando a los príncipes indígenas como “pobres corderos desgarrados por el lobo sajón”, por lo que ha podido apreciar en su viaje, “al mejor de los príncipes nativos se le puede considerar cien veces más malo que el peor comisionado inglés”.(pág. 24), y pasa a contarnos las brutales costumbres de los príncipes indígenas.
Retorna el viajero por el río hacia Bombay, puesto que unas inundaciones le impiden la ruta hacia Karachi. El delta del Indo le causa una impresión enorme, comparándolo con el del Nilo, comparación que también hace Arriano. Pero el delta, que acumula constantemente limos y sedimentos en su transporte de millones de litros de agua de las montañas del Himalaya, cambia cada año y por más que lo intentase, aquel ya no era el río que Nearco navegó en su retorno a Babilonia. Alejandro ya pertenece al recuerdo, y un vapor espera al viajero en Bombay para volver a su Francia natal.
Ariodante