Monotonía, placidez, lasitud…mirar cómo cae la nieve a través de las ventanas de la confortable y cálida sala de la mansión de los Buchow; salir al jardín al comienzo de la primavera y comprobar cómo la naturaleza revive; bañarse en el lago por las mañanas y pasear a caballo por los bosques al atardecer, mientras el ruiseñor canta. Esta es la vida de Irma, la melancólica esposa de Ulrich von Buchow, pero no de su esposo, cuyas múltiples responsabilidades en el control de su hacienda y tierras le mantienen ocupado casi todo el día. Es hombre de pocas palabras y de sentimientos refrenados.
Los niños son precisamente de los que menos se ocupa Keyserling en la narración: son dos pequeños que revolotean por la casa, entre risas, saltos, juegos y sueños, viviendo la vida segura y confiada de los que se saben protegidos y a salvo. Pero el pequeño Uli sufre una mala caída y tras un breve tiempo, muere. Esto sume a Irma en un pozo profundo y negro, que se ve incapaz de salir. La casa toda se resiente del golpe, pero mientras el barón lo sobrelleva con su trabajo y ocupaciones, y el viejo conde Pax, el abuelo, paseando en su silla de ruedas y sumido en su pasado, Irma se hunde más y más en la nostalgia y el dolor.
Preocupado por la melancolía de su amada esposa, Urlich intenta ayudarla atrayendo a su hermano menor a pasar el verano con ellos. Achaz von Buchow es todo lo contrario que el barón: alegre, expansivo, vive al día y disfruta el momento, siempre tiene una anécdota curiosa que contar y supone un soplo de aire fresco, una ventana abierta a ese mundo lejano de la ciudad y de las altas esferas. Pero también representa un problema.
Irma, efectivamente, se recupera paulatinamente con la llegada de Achaz, pero el remedio crea otra enfermedad: los celos, el desamor. El barón ha de refugiarse en su hija, la callada Isa, que transita como una sombra durante todo el relato, una presencia en segundo plano, pero siempre aguardando el retorno de esos bellos días que habían vivido, cuando a pesar del aburrimiento, gozaban todos de una cierta serenidad y una aparente felicidad.
Escrito cuando el autor ya había entrado en la oscuridad de la ceguera, este relato está en la línea de la obra general de Keyserling, lleno de descripciones pictóricas, de pinceladas de color, sonidos y aromas, un lenguaje impresionista, emotivo, creador de espacios y ambientes, y, en el caso que nos ocupa, con un fuerte tono de tristeza y de desesperanza. En cuanto a lo que a edición se refiere, la traducción de Carlos Fortea es, como siempre, impecable, y me parece muy a destacar que se hayan hecho dos tandas de correcciones del texto. El resultado es una obra pulcra, amable, bella. Un producto de verdadera calidad. Y un autor imprescindible entre los clásicos.
Ariodante
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