Las décadas en torno al año mil fueron realmente decisivas para la posterior configuración de lo que hoy conocemos como Europa. Todavía con el recuerdo del Imperio Romano – que seguía vivo a través de Bizancio – la figura de Carlomagno mostró a muchos el camino de un imperio occidental unificado bajo el signo de la cruz. El cristianismo era a la vez un estímulo y un obstáculo para que esa unidad fuera una realidad. La Iglesia, ya una institución consolidada en Roma, pretendía independizarse totalmente del poder temporal e incluso influir en éste. Por otro lado, los que se consideraban sucesores de los emperadores romanos pretendían ser nombrados por el papa, pero ejerciendo posteriormente el control religioso. En cualquier caso, la Iglesia terminó teniendo éxito a la hora de levantar un muro entre lo sagrado y lo profano:
“(…) el clero logró identificar cada vez más las dimensiones de lo sobrenatural como exclusivamente suyas. En el siglo VIII, los cristianos no iniciados en el sacerdocio estaban perdiendo la confianza en su capacidad de comunicarse con lo invisible. Al fin y al cabo la Iglesia afirmaba velar no solo por el esplendor de la Ciudad de Dios. De un modo igual de impresionante, su clero vigilaba la puerta que se abría al reino de los muertos, donde los ángeles o los demonios, el cielo o el infierno, esperaban al alma. La gente ya no confiaba en sí misma para ayudar a sus parientes fallecidos a embarcar en su último y terrible viaje. Solo mediante la celebración de la santa misa, proclamaba la Iglesia, podía haber alguna esperanza de ayudar a las almas en el otro mundo, y solo un sacerdote podía celebrar esa santa misa.” (pag. 51).
Y la consolidación de ese inmenso poder espiritual se vio favorecida por los temores del Milenio. Muchos creían que el fin del mundo era inminente y veían signos sobrenaturales que lo anunciaban por doquier. Ese miedo paralizaba y a la vez daba esperanzas de que la segunda venida de Cristo, después del trauma de la llegada del Anticristo a nuestro mundo, concluyera con el inicio del Reino de Dios en la Tierra. Pero mientras el fin de la historia llegaba o no llegaba, Europa iba jalonando su camino con éxitos y fracasos. Muchos pueblos paganos del norte y del este se convertían asombrosamente al cristianismo, pero a la vez la religión de Mahoma consolidaba su dominio en todo el norte de África y en la Península Ibérica, amenazando también a Bizancio.
Mientras todo esto sucedía, las disputas entre el poder temporal y espiritual no cesaban en Europa. La gente humilde solo anhelaba un poder fuerte que les protegiera frente al que consideraban el peor de los males: la anarquía. El campesino vivía temiendo no solo la ira del cielo en forma de malas cosechas y hambrunas, sino también la de los hombres, en forma de nuevos impuestos o, lo que era peor, de la llegada de bandas de salteadores, bandidos o gente del mar que saqueara el territorio, aprovechando la debilidad del Señor. Pero no era fácil llegar a un equilibrio que consolidara una época de prosperidad, como se demostró en el episodio histórico con el que se abre el libro de Holland: la humillación de Canossa, cuando el emperador Enrique IV tuvo que humillarse ante el papa Gregorio VII para que retirara la excomunión que había decretado contra él y que amenazaba con despojarle de su imperio.
No todo fueron sombras en esta época tenebrosa a nuestros ojos. También surgieron ejemplos de cristianismo entendido en el mejor sentido, como el monasterio de Cluny, auténtico faro de luz que preservaba los saberes de tiempos remotos e intentaba ser ejemplo de las auténticas enseñanzas de Cristo, sobre todo en cuanto a la necesaria caridad con los más necesitados. Quizá, frente a las disputas papales y las guerras entre poderes terrenales, el ejemplo de los monjes de Cluny fue el que mayor prestigio otorgó al cristianismo para consolidarse como la única forma de vida que se aceptaba en Occidente.
En Milenio, Tom Holland, uno de los mejores divulgadores de la actualidad, nos ofrece una nueva lección de historia narrada casi como si fuera una novela, una completa panorámica de unos tiempos remotos pero de los que, en cierto modo, somos herederos.