El siglo XX europeo se vio sacudido durante décadas por la presencia de dictadores de tendencia fascista o comunista que dejaron una impronta más o menos profunda en sus respectivos países. Entre otros legados, de corte legislativo o social, el dictador dejaba tras su muerte una serie de lugares significativos – residencias, casas natales, monumentos y su propia sepultura – que en muchas ocasiones se convertían en emplazamientos de difícil gestión para sus sucesores, sobre todo si se producía un cambio de régimen. Por muy sanguinario que haya sido un déspota, por muy desprestigiado que se encuentre por parte de la ciencia historiográfica, siempre va a contar con grupos de fieles que necesitan un lugar dónde venerar a su ídolo. Y así arranca el conflicto que provocan ciertos lugares que para algunos cuentan un relato hagiográfico de un personaje histórico, para otros evocan la peor cara de un ser tiránico y para la mayoría, pasado un tiempo, no dejan de ser emplazamientos visitables solo como mera curiosidad histórica:
“En definitiva, los lugares de memoria no siempre se sujetan a tipologías estáticas, sino que también son categorías espaciales construidas fruto de la interpretación de los seguidores o admiradores de los dictadores. De esos cultos pueden surgir tradiciones inventadas. Y a la hora de gestionar esos espacios las democracias acostumbran a intervenir con vacilaciones y dilaciones, casi siempre a remolque de los acontecimientos.” (pag. 22).
En cualquier caso, hay lugares que no pueden ser meros reclamos turísticos de determinadas ciudades. Pensemos, tal y como expone el libro, en el búnker o la Cancillería de Hitler. Debido a las circunstancias de ocupación de la ciudad de Berlín, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, ambos emplazamientos fueron destruidos para borrar las huellas de un dictador y de una ideología que todavía se consideraba peligrosa a finales de los años cuarenta. Si hubieran sobrevivido hasta hoy día, sin duda se hubieran convertido en una de las principales atracciones turísticas de la capital alemana, pero a la vez serían un indudable polo de atracción para los simpatizantes de ultraderecha, para los cuales estos edificios serían vistos poco menos como templos sagrados. Un problema que ha tenido, por ejemplo, la localidad austriaca de Braunau, cuna de Hitler, cuya modesta casa de nacimiento se convirtió en una auténtica patata caliente para el Ayuntamiento. Se trata de un indudable lugar histórico que atrae visitantes indeseados, un edificio que muchos hubieran querido ver demolido y cuyo destino final, después de años de debates, será convertirse en sede de una comisaría de policía.
Es evidente que el problema particular de nuestro país tiene que ver con el legado de la larga dictadura de Francisco Franco, que en los últimos años se ha materializado en el destino de dos simbólicos edificios: el Valle de los Caídos y el Pazo de Meiras (el autor ha presidido la comisión de expertos para estudiar las vías legales para que esta última edificación pase a ser de dominio público). Sin duda el Valle de los Caídos es el más llamativo legado arquitectónico del franquismo. Una obra mastodóntica y destinada a perdurar, cuya función originaria era celebrar la victoria del bando nacional en nuestra Guerra Civil y que además empleó en su construcción a numerosos presos republicanos. El Valle de los Caídos es además un gran mausoleo en cuya cripta se hacinan cuerpos de combatientes de ambos bandos. Hay que decir que la exhumación del cuerpo de Franco para ser trasladado al Palacio del Pardo no resultó tan conflictiva como se podía esperar, pero eso no ha resuelto los problemas acerca del futuro de un complejo que sigue formando parte de Patrimonio Nacional. Quizá la mejor solución sería la que aportó el Comité de Expertos nombrado en su día por el gobierno de Zapatero: convertir el Valle de los Caídos en una especie de memorial que explicase el simbólico complejo de edificios desde una perspectiva crítica, a la vez de que se tratase de devolver los cuerpos allí enterrados a sus familiares.
Guaridas de lobo es un libro imprescindible acerca de un tema poco tratado en la literatura historiográfica española. Quizá pueda convertirse en un instrumento de impulso de una de las iniciativas culturales más interesantes de la Unión Europea, el proyecto Atrium, una especie de itinerario arquitectónico por diversos “lugares de dictador” presentes en once países del club comunitario. Una manera de enfrentarse cara a cara con el incómodo pasado de nuestro continente y tratar dichos edificios como lo que deberían ser: vestigios históricos que pueden ser mostrados e interpretados sin remover fantasmas del pasado.