La época de finales de los sesenta y principios de los setenta fue un periodo convulso para Europa. Después de la Segunda Guerra Mundial, los años de reconstrucción y de rápido crecimiento económico en el bloque occidental lograron traer un periodo de bienestar y estabilidad para las clases populares desconocido hasta entonces, un sistema basado en la redistribución de la riqueza a través de la intervención del Estado. En esta tesitura tan favorable resulta insólito que a finales de los sesenta comenzara a apreciarse un fenómeno repetido de huelgas laborales y protestas estudiantiles que alcanzó su máximo apogeo en 1968. Las nuevas generaciones, que no habían vivido la guerra de sus padres, empezaban a rebelarse contra el status quo en el que habían nacido. Todo esto acabó insólitamente derivando en la proliferación de grupos terroristas de extrema izquierda en países como Alemania, Italia o España.
Resulta llamativo que muchos de los miembros de estos grupos terroristas fueran universitarios de familia acomodada que estaban llamados a protagonizar brillantes carreras profesionales. Las ensoñaciones del 68 se transformaron para muchos en un llamamiento a la acción que acabó derivando en pesadilla. El rápido triunfo de la revolución en Cuba, protagonizado por un puñado de guerrilleros, convenció a muchos de que un pequeño grupo de luchadores que llevaran a cabo acciones llamativas acabaría inspirando a mucha gente para ayudar a derribar a un Estado que se identificaba con represión y fascismo:
“Los radicales habían quedado fascinados por el voluntarismo victorioso de los revolucionarios cubanos en 1959. La teoría del “foco”, desarrollada por Ernesto “Che” Guevara, estableció que un pequeño grupo de revolucionarios actuando en el campo tenían la capacidad de expandirse territorialmente y llegar a producir un cambio de régimen. En los países urbanizados del primer mundo, los radicales pensaban que podrían lograr algo similar al emplear la violencia urbana clandestina. Se consideró que la violencia era un instrumento adecuado para movilizar a las masas en la lucha contra el capitalismo y la democracia burguesa.”
A través de una exposición rigurosa, apoyada por numerosas estadísticas y atención a las fuentes, el trabajo de Ignacio Sánchez-Cuenca concluye que existe un patrón por el que el terrorismo revolucionario fue más intenso en unos países que en otros. Y para ello debemos remontarnos a los años de entreguerras: cuanto menos liberal fue el periodo para el país, más posibilidades de que el terrorismo revolucionario desarrollado en los años setenta surgiera con más intensidad. Factores como la integración de la clase obrera en la vida económica del país, la propiedad de la tierra, la distribución de la riqueza e incluso la tradición anarquista de un territorio, son capitales a la hora de establecer la magnitud de las acciones emprendidas por el terrorismo revolucionario en cada nación.
Quizá la tradición iliberal de este conjunto de naciones – Alemania, Italia, España o Japón – provocó que la represión fuera más dura y que se produjeran muertos en manifestaciones, lo que alimentaba la llama de la resistencia terrorista y quebraba las limitaciones morales que podían darse en sus miembros a la hora de decidirse por la vía del asesinato. En países como Italia se hacía referencia a la tradición de la Resistencia. Italia fue la nación más afectada por este fenómeno, hasta el punto de que se abortaron dos intentos de golpe de Estado fascista -ocultados a la opinión pública – frente a la espectacularidad de las acciones de las Brigadas Rojas, cuyo punto culminante fue el secuestro y asesinato del ex-primer ministro Aldo Moro. En Alemania Occidental, los miembros de la izquierda radical acusaban a su gobierno de ser directamente herederos del nazismo y en España una organización como el Grapo se sentía legitimada a plantar cara a la dictadura y después a sus herederos, aunque la letalidad de sus acciones perdió protagonismo frente al terrorismo de ETA.
Así pues, Las raíces históricas del terrorismo revolucionario consigue demostrar que la historia no son meros hechos del pasado que podemos leer en viejos volúmenes y archivos, sino que es un proceso que influye directamente en circunstancias posteriores que pueden carecer de explicación sin un análisis riguroso de los hechos pretéritos:
“El terrorismo revolucionario, podemos concluir, constituye una manifestación tardía de la resistencia al avance del capitalismo y la democracia liberal, entroncada con instancias anteriores de resistencia dentro de la izquierda como el anarquismo y el comunismo.”
Moviéndose magistralmente entre el texto divulgativo y el trabajo académico, el libro de Ignacio Sánchez-Cuenca consigue establecer unas conclusiones muy novedosas en el análisis de un fenómeno que sigue estando presente en la memoria colectiva y es recordado también de vez en cuando en alguna que otra producción cinematográfica.