Un libro-manantial que brota a borbotones, intermitentes, seguros y precisos, en reflexiones e imágenes de ensueño, en circunvalaciones y en poemas, pero siempre guiado por una bella mano que hace de él un néctar poderoso. En este libro, Cruz Mañas recupera el sentido de la literatura como medicina. No un fármaco que actúe sobre la maquinaria, sino un brebaje de bruja que sacude el alma, abriendo caminos propicios a los anhelos del lector. De estas dos memorias encontradas surge la amistad: la intimidad entre el lector y una escritura que vuela como un pájaro enterrado.
“En este libro, Cruz Mañas recupera el sentido de la literatura como medicina.”
La muerte del pájaro ya anuncia la muerte de la niña, y ésta el pavor de la desconexión y la extrañeza, que hará necesario ascender a la cruz. La exposición sincera del dolor es un gesto catártico que llama a la belleza. Y esta provoca la alegría del despertar y la visión, siquiera de la herida. Un doble movimiento: mientras más nos hundimos más nos elevamos, cómo árboles que hacen de sus raíces caminos hacia el centro, y brotan de lo oscuro como esquejes, sólidos como niños y verdes como sueños. Y de esta operación brotan los poemas. Todo lo cual, sin duda, tiene un precio: no solo la sinceridad hasta el desgarro, sino el saber apartarse del éxito social, del camino recto, de las ideologías, de los atajos y de los atavismos de la tribu… Saberse sola y aferrarse a lo propio por mucho que le duela. Mirar al monstruo cara a cara. Reconocer la sombra. Fundirse con la tierra y desprenderse, como una serpiente, de la piel primera.
Lo crucial de este libro es que no se nos habla de forma teórica sobre todo ello, sino que se realiza. Asistimos a una transmutación en la que nos sentimos implicados, sin sentimentalismos ni falsos aspavientos, con la serenidad que requiere esta tarea. La escritura es un medio, a veces un testigo mudo.
Se trata pues de confrontar el miedo, el dolor, las cicatrices de las que estamos hechos. Un torbellino en el que detenerse para ver. En el texto 36 se pregunta porque ella, llamándose Cruz, le puso a su hija el nombre de María y no de Ariel, “La Leona de Dios”. ¿Acaso le ha transmitido a su hija la herida genealógica que ella ha heredado de sus padres? Pero, ¿podría ser de otra manera? Las heridas se heredan, pero también pueden transmitirse el amor y la conciencia de ellas. Tal vez no seamos nada sin heridas: esa es la materia prima del trabajo interior que cada cual debe realizar y para el cual hay mil herramientas pero ninguna fórmula mágica, ninguna operación quirúrgica, ningún atajo que nos libre del lento deshacer de los nudos y de tener que cargar con la propia cruz.
“Se trata pues de confrontar el miedo, el dolor, las cicatrices de las que estamos hechos.”
No cabe aquí el fácil recurso a lo religioso. La experiencia de la divinidad está velada no solo por la ceguera de los individuos sino por la presencia aplastante de la religión, de la teología, de las instituciones y de los saberes heredados que oprimen nuestra vida y cortan el acceso a aquello que dicen representar y que pretenden preservar. Solo al desprenderse de todo ello puede descubrir lo divino en el lodo y el lodo en lo divino: allí donde el corazón todo lo sabe y no hay posibilidad de engaño. Es una experiencia íntima que no tiene relación alguna con la religión instituida, a no ser el ser refractario a ella. Pues “la capacidad de iluminar de la luz no procede de ella sino de la luz misma” (105). De ahí brota otra fe, como una nueva certeza de lo eterno, de aquello que nos constituye más íntimamente y que nada ni nadie puede arrebatarnos. Un paraíso del que no somos ni seremos expulsados, sobre el que nadie puede decir nada, pues nos pertenece y nos resguarda, pero también nos exige apartarnos del dogma de la inmortalidad y de cualquier saber codificado sobre la vida eterna. Lo cual aboca a una fractura dolorosa. La ruptura con la fe de los ancestros, como un fundido en negro que la condena a vagar, solitaria, en un laberinto sin salida.
Esto conecta con el drama generacional, la conciencia de la finitud del mundo y del planeta, de la conciencia del fin “como un pellizco amarrado al estómago”. No hay otra salida que volcarse a lo interior, ahí donde lo infinito se mezcla con las vísceras, pero también con la conciencia. Y entre lo uno y lo otro, una infinita variedad de matices que hace de la vida anímica una fiesta, que solo en la intimidad se hace viable. Y aún más la soledad, tan necesaria para que los otros no sean solo espejos deformados, y para que una misma se reconozca encita y condenada a ser.
“No hay otra salida que volcarse a lo interior, ahí donde lo infinito se mezcla con las vísceras, pero también con la conciencia.”
Hay que tener valor para romper, pero todavía más para no detenerse en la ruptura ni limitarse a sustituir una certeza artificial por otra. El horror al vacío actúa entonces como un aguijón: el horror al sin sentido, a la banalidad, a una vida sin cielo y sin tierra, anestesiada por la costumbre o por la nada. También la conciencia de la injusticia social y de la falsedad que nos rodea: el deseo de sustraerse a las ficciones con las que nos distraen y dispersan, para convertirnos en piezas del sistema. El deseo de crear y de ser la heroína de su propia vida. El instinto del artista que alienta en todo ser humano. Y el amor como compañero de viaje.
De esta materia prima emergen los sueños terapéuticos, donde los arquetipos se abrazan a la vida y se difumina la frontera entre el sueño y la vigilia (217): Jung, la psicología, la poesía, el pensar creativo, la individuación… Se recompone el mundo cuando la vida arraiga y se eleva desde la matriz, allí donde germinan las semillas: en la tierra caliente, paciente, compartida. Saber morir en paz, cruzar el Aqueronte, descender de la cruz y aprender a vivir en esta tierra que lo sabe todo, para sobrevivir acaso al fin del mundo. Todolo sabela tierrano nos dice como: nos muestra que es posible.
Abdennur Prado
Obra: Todo lo sabe la tierra
Autora: Cruz Mañas Peñalver
246 págs.
Editorial Cántico
PVP: 15€
ISBN: 978-84-122081-5-3