La Ópera Prima de Rodrigo Martínez Puerta destila una profundidad que contrasta abiertamente con su apariencia, lo que se presupone mediante su premisa como un ejercicio de aventura bélica, o incluso una mera historia de terror gamberro, acaba superándose, alcanzando unas cotas reflexivas insospechadas, gracias al mimo con el que el autor dibuja el desarrollo psicológico del personaje. Al empatizar con éste, acabamos irremediablemente enganchados a la trama.
Así pues, el argumento transcurre en dos niveles: el interno, en el que el protagonista madura ayudado por el conflicto con el cadáver (impagable la excelente química de ambos «personajes»); y el externo, que incide más en la acción y en la figura del enemigo acechándole dentro de un paraje inhóspito y claustrofóbico. En ambos planos se desenvuelve la narración —subjetiva, en primera persona— con éxito, tanto por la carga dramática de los diálogos introspectivos como por el trepidante ritmo de las escaramuzas, en los dos casos se desprende un halo poético que engrandece la dimensión del relato hasta una suerte de épica intimista. Martínez Puerta es capaz de enlazar colosalmente ambas líneas para que la supervivencia de una dependa de la otra y viceversa.
En cuanto al ámbito formal, quizás el lenguaje pueda desanimar a un público poco avezado, ya que la particularidad de su estilo, a veces algo sobrecargado de adjetivación, parece lanzar un desafío al lector, aunque curiosamente uno termina ya no familiarizándose con su estética, sino incluso disfrutando de la misma, como si hubiera algo hipnótico en ella. Es en esta singularidad donde puede hallarse uno de los mayores encantos de la novela.
Guerra, miedo, culpa, crudeza, locura…, pero sobre todo una inesperada belleza, conforman los elementos que hacen inclasificable esta obra. Un sobresaliente debut. No lo dude, su lectura merece la pena.
Lucas Vernogut