Momentos reconstruidos en el despertar de la catástrofe
Por José de María Romero Barea
Todos tenemos un vinilo que no podemos dejar de escuchar, sea porque nos hace sentir jóvenes de nuevo (o porque, de repente, hace que nos sintamos adultos). Si ese disco fuera un libro, sería sin duda Memorial Device (2017; Sexto Piso, 2018; Traducción de Juan Sebastián Cárdenas), una narración que no aborda el estado de ninguna nación, de ninguna clase, alta, media o baja, que abunda en el sexo o su ausencia, las drogas y el rock’n’roll de los adolescentes que la pueblan, habitantes de la escena post-punk de las lúgubres localidades escocesas de Airdrie, Coatbridge y Environs, chicas y chicos que se adentran en la madurez o la dejan ago de golpe. El amor por la música es aquí enciclopédico, así como la sospecha de que esa pasión ilustrada es una suerte de autismo, síntoma, en cualquier caso, de una profunda privación de afecto.
La primera novela del músico y crítico escocés David Keenan (1971) es un enredo de cintas, remezclas y relaciones a principios de los años 80, cuya banda sonora actúa a modo de significante semiótico: “Sentí que estaba preñado de todas las ideas del mundo y que ninguna de ellas importaba” (“La luz dorada…”). Cada momento significativo en la vida de un personaje se encapsula en los compases de la canción que suena en las listas de éxitos: “Escuchas la música, ves el contenido, piensas que esos chicos son como caciques violentos que viven en la boca del infierno, miran por entre los huecos de los dientes del infierno, duermen sobre mesas de autopsia, cadáveres extraños en sótanos sin luz” (“Celdas de aislamiento…”) Narrativa de autocompasión (y perdón ajeno), los protagonistas no son malvados ni lo suficientemente viriles: ellas, a su vez, se retiran a un mundo elusivo de esnobismo (esencialmente) melómano.
La musa Euterpe unifica las idas y venidas con su alegría desenfrenada: “Éramos unos críos, metidos en la mierda habitual: cómics, porno, música, drogas, priva. La priva era un gran problema. No podíamos conseguir suficiente” (“Aquí es donde…”). La fanfarronería se alza en emblema inesperado de la psique: en una fantasmal Escocia, los miembros de la escena local se pasan al otro lado en busca de alfabetización emocional: tocar para otros, comprar, coleccionar, regalar o intercambiar discos y libros, algo que siempre sucede entre amigos: “Sentía que una mano invisible, que yo sabía que era en realidad la mía propia, o la de Dios, o la de Paul Weller, llámalo como quieras, me empujaba más allá del punto de inflexión, animándome a seguir” (“Creí que le habían…”).
Actúa el colaborador habitual de la revista “The Wire” como una especie de DJ que quiere sorprender y deleitar a su público con los registros correctos en el momento adecuado. En 26 entrevistas a sendas vidas transformadas o destrozadas por el anhelo de posteridad, Memorial Device alude tanto al arte de escribir como al de pinchar(se), reproducir melodías en cierto orden, manipular estados de ánimo o hacer listas de bandas oscuras, frases mordaces e ira sociocultural, acompañadas de alucinaciones, donde “la canción es como una pieza de meditación donde uno se ve a sí mismo mirando la tierra desde el espacio exterior y el planeta es una nave espacial de piedra y todo rima con la idea de una muerte solitaria” (“Vi tantas lunas muertas…”).
Las heroínas y los héroes de esta saga encuentran el sentido de la vida en un cambio de acorde, mientras sostienen que la única forma confiable de vislumbrar el alma de otro es a través de su colección de discos: “Todo suceso se desvanece, los detalles concretos (…) quedan como los restos astillados de un barco a merced de la tormenta. Éste es mi cuaderno de bitácora (…) momentos reconstruidos en el despertar de una catástrofe” (“Oculto, bloqueado…”). Un (otro) libro sobre la incapacidad de comprometerse, pop en el mejor sentido de la palabra, sin una trama a la que aferrarse: a cambio, una crónica adolescente para adultos que evitan el problema de madurar por temor a hacerlo demasiado pronto.
Talsi, Letonia, 2018