Veamos esta lista: “Un centauro que pinta naturalezas muertas oníricas; un oráculo que recorre la ciudad en camioneta; una sociedad de escritores encerrados en un armario; una gallina editora”. Ahora repitamos la pregunta del prologuista Luis Chitarroni: “¿por qué de ese mundo dejado ago –la Argentina de los años cincuenta- J. Rodolfo Wilcock parece haber llevado sólo refinamiento clásico y perfección?”.
Agrego lo que oportunamente expresara Ariel Dilon al referirse al libro capital de este autor inclasificable, “El caos”: “Wilcock descubre que el orden aparente de las vidas y de los días es apenas un accidente, una excepción, siempre a punto de ser desbaratada, y borrada, cuando el verdadero amo del mundo repare en ella”.
Queda por fin, repetir lo que expresa el diccionario al definir estereoscopio; “Aparato en el que, mirando con ambos ojos, se ven dos imágenes de un objeto, que al fundirse en una, producen una sensación de relieve por estar tomadas con un ángulo diferente para cada ojo”.
Con tales definiciones, puede uno aproximarse a esta suma de variada lectura (y lección) como es el presente libro. “El caos” fue reformulado por el autor en 1974, aunque databa de 1960. “El estereoscopio”, con el que tiene tantas afinidades, es de 1972. No resulta entonces arbitrario encontrar en ambos libros múltiples vasos comunicantes.
En todos ellos se dan cita la heterodoxia, la percepción del caos inminente, la crueldad, el ácido humor, la punzante ironía, el absurdo, la nota surrealista. Wilcock fue el rebelde de un cuarteto integrado por Borges (a quien admiraba), Bioy Casares (que llegó a detestarlo) y Silvina Ocampo (quizás su mejor amiga, con quien escribió “Los traidores”). Asfixiado por el peronismo de los ’50, optó por partir a Europa, primero a Londres, luego a Italia, en uno de cuyos pueblos buscó refugio, como también hizo lo propio con el idioma, porque la mayor parte de su obra final la escribió en italiano. Allí iba a morir, solitario, empobrecido, eterno insatisfecho, perenne iconoclasta, en 1978, luego de haber actuado como extra en “El Evangelio según Mateo”, de Pasolini y de haber comenzado a ser admirado por grandes autores peninsulares, entre ellos Ítalo Calvino y Alberto Moravia.
“Maestro de las apropiaciones sutiles, de las imitaciones que superan el modelo, de la insinuación alusiva y la referencia demoledora”, como bien señalan en contratapa, Wilcock es el escritor para leer. Y para releer reiteradamente.