Por Jośe de María Romero Barea
Extraño que aquella fábula inquietante sobre el poder, la corrupción y la mentira, fuera un éxito de ventas inmediato cuando se publicó y fuera traducida, a continuación, a innumerables idiomas. Curioso que, desde entonces, se hicieran películas sobre ella, se adaptara para el teatro y el musical, e incluso se expurgara hasta convertirla en un inocente clásico infantil, gracias al cual todo el mundo tiene la impresión de haberla leído. Nada más lejos, denuncia el escritor y periodista británico Robin Blake, en el número 50, de junio de 2016, de la revista literaria londinense Slightly Foxed.
Sugiere el autor de A Dark Anatomy (2011) que la intención inicial de Jonathan Swift no fue escribir un cuento para niños, sino una sátira despiadada en la que el mal triunfa sobre la esperanza. Escrita hace casi 300 años por un sacerdote enojado, la novela Los viajes de Gulliver nunca ha sido descatalogada: pertenece a la iconografía de la cultura occidental como ninguna otra. Una comedia política inolvidable, Gulliver es una meditación existencialista, un thriller sombrío sobre un extraño atrapado entre dos mundos.
Blake apunta que Orwell, que amaba la novela y la consideraba “entre los seis libros imprescindibles de la literatura universal”, sostenía, erróneamente, que Swift nos recuerda a Gulliver a veces, mientras que el autor de Essential Modern Art (2001) entiende que el anti-héroe es un trasunto, a tiempo completo, del clérigo irlandés, y como él, un superviviente nato, con la capacidad propia de un político de hablar y el propósito de no hacerlo. Esta es una novela, sostiene el crítico londinense, sobre la capacidad del lenguaje para ocultar: un manual de maniobra ideológica.
Al igual que el Robinson Crusoe de Defoe, el protagonista de Swift cree en geografías, gráficos, inventarios, diarios de viaje, estadísticas y mediciones. El imperialismo, burlado en el libro, está decorado con mapas falsos y traducciones de idiomas ficticios, pero Gulliver tiene la incuestionable actitud de un inglés del siglo XVIII: el mundo existe para ser colonizado. Las adaptaciones infantiles nos han familiarizado con la historia de su naufragio, su llegada a Lilliput, donde los nativos son diminutos, y están gobernados por un emperador minúsculo; más tarde, el viaje a Brobdingnag, donde los gigantes lo consideran una celebridad, cuando no un juguete.
Lo que pocos recuerdan es que, a continuación, Gulliver se traslada al país de los yahoos, degradados salvajes que deambulan por su erial desnudos, y que, por último, conoce a los houyhnhnms, caballos que viven solos según los preceptos de la racionalidad y “no tienen una palabra en su lengua para expresar todo lo que es malo, sino que la toman prestada de las deformidades de los yahoos”. Nadie se acuerda de que, al regresar a Inglaterra, Gulliver no puede soportar vivir en medio de su propia especie. Para él, la humanidad es irremediablemente yahoo, con la excepción, por supuesto, de sí mismo. Su última tragedia (y la del lector) es su falta de autoconocimiento, un vacío que es llenado por su deseo desquiciado de ser presidente de su propia república independiente.
En esta época de soledades virtuales e interconectadas, en la que los conflictos armados son un mero juego de estadísticas; en esta era de drones, daños colaterales y operaciones de limpieza étnica, necesitamos más que nunca de este crudo recordatorio: la guerra no es sino un pretexto para la destrucción. “Todo, en el mundo, existe para desembocar en un libro”, escribe Mallarmé, heredero directo de Swift. Lemuel Gulliver, a solas en su leño a la deriva, sigue buscando el camino a casa.