Si a Dickens lo hubieran teletransportado del Londres de mediados del XIX al Berlín de finales de la República de Weimar, habría escrito, sin duda, algo parecido a ‘Hermanos de sangre’; aunque quizás añadiendo mayor carga sentimental y, sobre todo, soslayando aquellas cuestiones que su moral victoriana consideraba inadmisible tratar. Pero como Ernst Haffner, testigo directo de la miseria que la crisis del momento acarreó, quiso ser explícito al relatar los extremos a los que la necesidad empujaba, la obra que tras años de olvido tan oportunamente ahora nos llega, resulta ser un reflejo fiel y sin concesiones de lo que debieron ser aquellos difíciles tiempos para miles de excluidos.
Con imágenes de un neorrealismo en blanco y negro, Haffner compuso un texto espectacular que, arropado aquí por la traducción de Fernando Aramburu, mantiene al lector atento a las aventuras de unos personajes con los que no tiene más remedio que solidarizarse. Porque el autor no duda en explicar cómo el sistema, con sus estrechos y contradictorios cauces, les ha hecho desembocar sin alternativa en la situación desesperada en la que se encuentran, alejando, de paso, las posibilidades de reinserción.
A la banda de adolescentes que lidera Jonny la encontramos, en la escena inicial, en una atestada Oficina del Paro, más que con la esperanza de conseguir un empleo, movidos por la necesidad de refugio y calor; una angustiosa búsqueda que junto a la de alimento constituye la actividad esencial del grupo. Que su centro de operaciones se sitúe en los alrededores de la Alexanderplatz no es el único nexo entre la obra de Haffner y la de Alfred Döblin, aunque en este último caso la miseria evocada sea más bien de índole moral. Comparten también ambos autores el gusto por un estilo que, aportando velocidad a la narración, arrastra al lector con el infatigable ritmo que aquel impone.
Paralelamente a las peripecias de la pandilla asistimos a las de Willi Kludas: recién fugado de un Reformatorio se juega la vida en los bajos de un tren con tal de llegar a Berlín y unirse a la legión de desamparados que deambulan por la ciudad. Las dos líneas narrativas convergerán, y Willi encontrará en uno de los miembros de los Hermanos de Sangre al compañero con el que compartir sus deseos de abandonar las actividades delictivas e integrarse en la sociedad. Pero esta no se lo pone fácil a los marginados, a quienes exige la expiación de unas culpas que, a fuerza de golpes, acaban por interiorizar.
Un velo de inocencia parece cubrir a los adolescentes que se mueven por el texto, pero la mezquindad y la corrupción que los rodea acabarán rasgándolo para mostrar una crueldad coherente con la violencia que el hambre engendra. Solo en la pareja protagonista sigue latente una esperanzadora capacidad para encontrar la felicidad entre tanto infortunio, ese en el que caben el alcoholismo o la prostitución infantil y que Haffner no duda en describir y comparar con la regalada vida en el Berlín Occidental.
Queda así configurada la estampa inolvidable de una ciudad que para el narrador no se corresponde con la imagen que el celuloide de la época representaba. Por las calles del Berlín real no se mueven ahora los elegantes tipos del hampa de la ficción cinematográfica, sino personajes famélicos que necesitan vender su abrigo para comprar un mendrugo, adolescentes dispuestas a todo a cambio de pasar un buen rato en el Parque de Atracciones, o individuos desahuciados buscando un hueco en los centros de beneficencia. O lo que es lo mismo, el negro puño de la crisis golpeando siempre a los mismos.