Luis Landero es de los pocos escritores cuyos trabajos todavía aguardo con ilusión. El “todavía” obedece al plus de escepticismo que nos cuela la vida en cada tarta de cumpleaños, así como al sustrato de decepcionantes lecturas en las que malgastamos dinero y tiempo quienes aún preferimos la calidez de un libro, ese reconfortante cubil –por emplear palabras contextuales del maestro- a las idiotizantes distracciones con que tratan de embaucarnos la tele, el ordenador o cierta gente. La idiotizante –o no- opción de la palpitante calle sería harina de otro costal que también encuentra acomodo entre las páginas de este libro formidable.
Y, a mi entender, Landero es de los novelistas que nunca decepcionan porque te lleve donde te lleve el viaje es siempre placentero: antes incluso de ponernos en camino, de averiguar rumbo, presentimos lo que nunca se echa en falta: el prodigio de sus “palabras malabares”, hipnóticas pero rigurosamente portadoras, el esplendor de su español suntuoso, el magisterio técnico de que hace gala para administrar una melancolía incesante y frugal, consentidora con la emoción pero refractaria al efectismo.
El balcón en invierno es un receso en la travesía literaria de Landero, un excepcional ejercicio de metaliteratura, un desvío de la ficción en pleno proceso creativo para reencontrarse con las personas que el escritor ha sido antes de convertirse en la que es, un paseo retrospectivo sin brújula, obedeciendo al espontáneo llamado de las voces del pasado, al afán de remansar un poco el tiempo que se desangra en el correr de los días y de las letras, satisfaciendo el capricho de rescatar un hábitat geográfico y sentimental para la modesta parcela de posteridad que sobreviva al destrozo del olvido.
Y qué bien conoce Landero el oficio. Porque nos deja con ganas de verle trascender un poco más, de extrapolar su verdad a las verdades compartidas, de remontar por encima de lo biográfico hacia cumbres borrascosas que a todos nos abarquen. Sabe que no puede ni debe hacerlo, que ya se anduvo y se andará esa senda al resguardo de interpuestos personajes. No hallaremos aquí la frondosidad de otras novelas suyas, más bien lúcidos esbozos, luminosas bifurcaciones entrevistas por el lector, evocadoras anécdotas que merodean por el humor, la culpa y la nostalgia. El balcón es la frontera entre el mundo de afuera y la fortaleza interior, el baluarte tras el que se atrinchera el narrador para exteriorizarse con garantías, para exponer al mundo una vida que no deje de ser novela.
De esta embriagadora recopilación de recuerdos, fantasías y vivencias, servida con atemperada emoción y ennoblecida con la gracia de una hechizante nostalgia, elijo el capítulo 6, de título Ignominia, el cual leí en irreprimible actitud reverencial, casi con sigilo de iglesia, como temiendo violentar una intimidad indebidamente invadida. El capítulo 15, Una mano amiga por el hombro, merece también mención aparte por cuanto tiene de bisagra entre aquel narrador en ciernes de urdimbre campesina y el señor que acaba de publicar esto que nos traemos entre manos, por cuanto tiene de deudora gratitud hacia esas presencias aparentemente periféricas en nuestras vidas que acaban por ser determinantes.
Invito encarecidamente al personal a albergarse durante unas horas en este balcón landeriano, bajo las luces que él mismo ha dejado deliberadamente a medio gas para instarnos a releer, al auspicio de este trémulo alumbrado, sus novelas anteriores y para discernir mejor las venideras.
El libro es absolutamente brutal. Excelente. Estoy de acuerdo con todo lo que dices.Te felicito, gran reseña para uno de los grandes.