El último premio Goncourt es literatura popular en el buen sentido decimonónico del término. Lejos de exquisiteces y simplezas es novela de aventuras, texto de denuncia, drama psicológico, alegato antimilitarista y relato de intriga: más que suficiente para excitar a una amplia variedad de paladares. A la conmemoración del centenario viene a añadirse, así, una historia de lealtades y ambiciones que comienza en las trincheras de la Gran Guerra y continúa durante los primeros años de su mísera posguerra, un tiempo en el que el negocio bélico va a pasar de despreciar la vida a no respetar ni a los muertos.
En el cinematográfico arranque de la acción encontramos, pocos días antes del armisticio, a Édouard Péricourt, acomodado hijo de banquero y Albert Maillard, joven apocado de extracción humilde, participando en el imprudente asalto a una posición enemiga, maniobra cuyo dudoso éxito espera rentabilizar en forma de ascenso de última hora su impulsor, el teniente Henri d’Aulnay-Pradelle, obsesionado con recuperar el antiguo prestigio de su apellido. La generosidad de Édouard acabará salvándole la vida a Albert cuyo agradecimiento y sentimiento de culpa crearán un vínculo entre ambos tan sólido como su odio hacia el oficial, un personaje de la misma calaña que el despiadado general de ‘Senderos de gloria’, la obra maestra de Kubrick inspirada en la novela que publicó en 1935 Humphrey Cobb para denunciar unos hechos reales.
Como real fue, según nos informa el autor en una nota final, el macabro negocio del ahora capitán Pradelle que, de forma poco transparente, consigue hacerse con las concesiones para reagrupar, en cementerios militares, a los soldados enterrados de urgencia por los diversos campos de batalla. Paralelamente, los dos amigos se embarcarán en otro fraude que pretende explotar el dolor de los familiares de las víctimas y los ardores patrióticos de la administración a través de la venta de monumentos funerarios. El interés por conocer el resultado de estas dos empresas y el destino de sus promotores mantendrá la tensión de una lectura que, tras sucesivos golpes de efecto, desembocará en un final vertiginoso.
Pero antes de llegar a él encontraremos personajes grotescos finamente dibujados a partir de sus modelos de folletín, como el misántropo inspector del ministerio, el inepto y lúbrico alcalde de distrito, el general ilusionado con aparecer algún día en las enciclopedias, o la silenciosa niña que procura compañía a los dos camaradas . Aunque el mayor logro de Lemaitre es conseguir dar coherencia a algunas actitudes excesivas o poco consistentes de los principales protagonistas: la desinteresada entrega de Albert a su amigo, posibilitada por su indecisión y falta de iniciativa continuamente proclamadas por su madre; la obcecación de Édouard en mantenerse oculto, reacción de odio y temor ante un padre indiferente; o la ejemplar honestidad del inspector, un ególatra insensible preocupado de pronto por el honor de los caídos. Actitudes que vienen a componer un mensaje esperanzador entre tanta sordidez acumulada.
Se trata, pues, de un texto cuya estructura y composición recurre a parámetros suficientemente avalados por una sólida tradición literaria. Aunque entre la larga nómina de autores con los que Lemaitre reconoce estar en deuda, echamos en falta a Dalton Trumbo y, sobre todo, al Céline de ‘Viaje al fin de la noche’, paradigma de relato sobre las miserias derivadas de la guerra del 14. En él se parte también de la experiencia bélica de su protagonista que acabará ligado a un compañero de fatigas al que, de alguna forma, asistirá en sus desdichas. Pero el lenguaje directo y provocador que impuso Céline a su narración en primera persona, se suaviza aquí con la ironía y el ocasional coloquio con el lector por parte de un narrador cuyo discurso se encuentra fundamentalmente al servicio de la acción.