El gran ensueño de Celso Castro

El coruñés Celso Castro nos presenta su nueva novela en el habitual y muy personal envoltorio formal, Por un lado unas innegociables particularidades tipográficas, como el uso de minúsculas allí donde no se las espera, y la sustitución de cursivas o comillas por guiones. Por otro, la presencia de un narrador que cuenta su propia historia dirigiéndose a un interlocutor silencioso y anónimo. Una indefinición que es en realidad una invitación al lector a identificarse con ese oyente y a convertirse en parte del texto.

La personalidad de ese narrador es otra de las constantes en los textos de Castro, Se trata de un personaje atribulado que afronta sus desequilibrios sentimentales y existenciales arropado por los textos de algún filósofo de referencia: en el afinador de habitaciones se trataba de Nietzsche, Schopenhauer en entre culebras y extraños, el místico medieval Eckhart en astillas, y Kierkegaard por todas partes. Todos ellos, desde luego, poco sospechosos de mirar la vida con sencillez y optimismo. En el gran ensueño es otro místico, en este caso el filósofo helenístico del siglo III Plotino, el que con su idea del alma universal, de la que las nuestras emanarían, aporta consuelo y sostén a nuestro protagonista.

.Su relato comienza remontándose a la adolescencia del padre y al regreso de este del infierno después de pasar por la experiencia onírica de ‘el gran ensueño’, un claro subproducto de sus excesos anfetamínicos. Convertido en escritor iluminado, marido infiel y padre poco atento, se centra en su nueva obra, Edipo y Antígona, a la que pondrá música en estilo dórico su propia mujer, avezada pianista.

el gran ensueño es, más que las anteriores, una novela de aprendizaje sentimental o, más bien, de desbarajustes amorosos, empezando por la pasión que el protagonista siente, de niño, hacia su cuidadora, continuando con una confusa relación adolescente y culminando, ya adulto, en una entrega obsesiva y alejada de toda dignidad cuyo blanco es la rehabilitadora de su padre enfermo. En el fondo se trata de la búsqueda del verdadero objeto anhelado: la madre ausente. Si a eso añadimos la rivalidad entre hijo y progenitor arrastrada desde que este interfiriera en el encaprichamiento infantil de aquel, el título de la tragedia que compone el padre cobra todo su sentido.

Esos enredos familiares y despropósitos vitales los complementa Castro con las reflexiones filosóficas de un narrador que sufre episodios de lo que él llama despersonalización: como un quedarse en blanco sin encontrar su yo. El mismo que busca en el Diario de un seductor de Kierkegaard, artimañas para vencer a su rival y que no deja de compartir con su oyente las dudas, los bajones de ánimo y las ilusiones infundadas.

En definitiva, lo que parecía que iba a ser, al comenzar el texto, un ajuste de cuentas con los protagonistas de sus novelas anteriores en la figura del padre, acaba siendo otra inmersión en la mente de un personaje cuya inmadurez le avoca al desconcierto, propio y ajeno. Porque es ahí, siguiendo sus razonamientos y especulaciones y dejándole expresarse con esa inmediatez y urgencia que subyugan al lector, donde el autor gallego se mueve en un terreno que domina a la perfección.

Por cierto que las calles de la capital coruñesa o la playa de Riazor vuelven a ser aquí escenario de las correrías y encuentros de unos personajes por los que el narrador acaba sintiendo una profunda piedad, sentimiento que hace extensivo a, en sus palabras, “todas las pobres criaturas que poblamos este sinsentido”.

Rafael Martín