En su libro El arte del yo-yo, Juan Bonilla escribía: “Si un libro no pasa por tu vida dejando una huella, poca cosa es”. Según él, de un buen libro teníamos que salir “siendo otros de los que éramos cuando entramos en sus páginas”. Quizás pueda parecer una exigencia excesiva, en todo caso podría ser una condición suficiente pero no necesaria. Pero eso es justamente lo que ocurre cuando entramos en cualquiera de los ensayos del neurobiólogo vegetal Stefano Mancuso: usted ya no podrá mirar sus macetas o los árboles de su calle de la misma manera en que lo hacía antes de que el científico italiano le abriera las puertas del maravilloso mundo de las plantas.
Todo arrancó con Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, escrito en colaboración con la periodista científica Alessandra Viola, libro en que nos mostraba las inesperadas capacidades de las plantas para comunicarse y colaborar, para defenderse o para responder al entorno con sus particulares sentidos, los cinco habituales y algún otro. Incluso nos hablaba de plantas honestas y deshonestas en su relación con los polinizadores.
En El futuro es vegetal se planteaban posibles aplicaciones de esas capacidades y se añadían otras como la memoria, para determinar el momento de la floración, o el mimetismo, que permite a algunas especies hacerse pasar por otras cultivables y apreciadas por el humano. Mancuso apuntaba también al ejemplo que la estructura modular de las plantas puede representar para nosotros.
Incapaces de movimiento como individuos, las plantas pueden, sin embargo, desplazarse al cabo de generaciones mediante la difusión de semillas. De eso nos habla el autor italiano en El increíble viaje de las plantas: de plantas emigrantes e invasoras, de la capacidad de algunas para huir de jardines botánicos y propagarse a través de las redes de carreteras; o de viajeros en el tiempo, como esos matusalenes con miles de años o esos bosques compuestos por un único individuo genético que se propaga desde hace 80.000 años.
En su último libro, Fitópolis, la estructura es levemente distinta: tras una breve introducción en la que establece la relevancia del reino vegetal y sintetiza la tesis de la obra, pasa a plantear los problemas estructurales de las ciudades, en las que se concentra más de la mitad de la población mundial. Solo al final será cuando reaparezcan las plantas aportando la solución. Pero, como en todos sus libros, esto lo hace Mancuso con el orden y la minuciosidad del docente que también es, y con la claridad del divulgador que atrae a sus lectores con un relato fascinante.
A través de un siempre clarificador análisis histórico y el aporte de ejemplos pertinentes cuando no sorprendentes, el texto va llevando al lector al reconocimiento de los problemas y a la intuición de las soluciones. Así, constatamos que el diseño antropomórfico de las ciudades, con un centro neurálgico que distribuye órdenes a organismos especializados, reproduce la organización animal centralizada en la que un cerebro controla al resto de los órganos. Esa disposición conlleva su propia fragilidad: al igual que atacando un órgano vital se acaba con la vida del animal, controlando el órgano de poder se destruye el gobierno de la ciudad. La prevalencia del diseño a la hora de concebir una ciudad no es, por otra parte, sino el reflejo de una actitud creacionista, cuando en realidad la urbe es un ecosistema en el que se desarrollan procesos evolutivos, y lo hacen además a gran velocidad.
El impacto de las ciudades en el medio ambiente, su huella ecológica, la presión sobre las mismas por las futuras migraciones derivadas del aumento de las temperaturas, su deficiente metabolismo, todo eso nos obliga a buscar soluciones sin más demora, y las plantas, sostiene Mancuso, nos las ofrecen: a fin de cuentas están tan ancladas al suelo como las ciudades. Y es que la estructura descentralizada de aquellas, exenta de órganos únicos o dobles, y su organización no jerarquizada están, sin duda, en la base de su capacidad de resistencia.
El texto se cierra con una llamada a hacer nuestras ciudades más verdes, a aprovechar la acción refrigerante de los árboles, y a plantarlos en avenidas libres de tráfico, a hacer frente así a las consecuencias del calentamiento global.
Es difícil, finalmente, no dejarse llevar y convencer por la consistencia de los argumentos que el autor despliega en el texto, tanto como no reconocer que, de nuevo, de su lectura no hemos salido indemnes.
Rafael Martín