El mejor del mundo de Juan Tallón

Nunca sabes por dónde te puede salir un libro de Juan Tallón. Lo mismo es una novela que arranca en ese palco del Bernabéu en el que, entre empresarios, políticos y periodistas, se establecen alianzas y se deciden negocios, que se trata de una ficticia investigación sobre la intrigante y verdadera desaparición de una obra maestra de treinta y ocho toneladas. Igual te encuentras ante un manual de fútbol muy personal que con el relato de las vidas de unos personajes antes y después de un atentado terrorista.

En lo que sí puedes confiar es en la constante presencia de una ironía soterrada, y en la esporádica aparición de unas comparaciones tan inesperadas como certeras. Así, en la última novela del autor gallego podemos encontrarnos con los huesos de una anciana “finísimos, oxidados y fríos, como tenedores viejos”, con unas botas abandonadas “como peatones atropellados”, o con la forma en que un personaje atrae hacia sí a otro,  “como si moviese un pesado mueble de sitio”.

También podría ocurrir, como pasa en muchos de los artículos reunidos en Mientras haya bares, que la historia que se nos cuenta parezca encaminarse en cierta dirección y acabe en un sitio inesperado. Y es que a Tallón le atrae el riesgo al escribir, como sugiere en uno de aquellos textos al afirmar que si “escribes como si paseases por la cornisa de un noveno piso, un día ventoso, al final tendrás un libro único”. El mejor del mundo lo es en más de un sentido.

En otro texto recogido en esa colección, ‘Cocaína y prostíbulos’, parece Tallón haber sembrado el germen de su nuevo libro al escribir: “Me fascinan las historias de personas que lo tienen todo, y aun así no saben privarse de un placer efímero y peligroso”. Esa es, en efecto, la situación inicial del protagonista, y ese su impulso incontrolable.

Porque Antonio Hitler Ferreiro, propietario de ataúdes Ourense tras la muerte de su padre, está en la cima de su carrera: en la feria de muestras a la que asiste en México se exhibe su último y exclusivo modelo, cubierto en pan de oro y forrado en terciopelo, se publicita como el mejor del mundo. Todo se complica cuando, al ser conducido por sus anfitriones a un antro oculto en la noche mexicana, el alcohol y las potentes drogas liberan una violencia siempre latente en Antonio, la del hijo despreciado por su padre.

La historia de su familia, sus noches juveniles de coca y resaca, el enfriamiento de su matrimonio o la devoción por su hija adolescente, se presentan mediante flashbacks que Tallón va dosificando e intercalando en la narración principal. Hasta ahí todo más o menos dentro de lo que podría ser un texto sobre corrupción y pelotazos al estilo de su Salvaje Oeste. Y de pronto, un volantazo argumental, y el mundo salta por los aires.

Poco a poco el lector va detectando que algo no funciona. En realidad nada funciona como debería: el Antonio que despierta de la resaca es otro, con otra vida, otro pasado, otras relaciones, ni siquiera la Historia se mantiene fiel a sus recuerdos y su apellido ya no produce desazón y rechazo, aunque, a pesar de su nueva posición como director de museo, los claroscuros y los chanchullos parecen seguir acompañándole. Se trata, sí, de una idea que quien más quien menos ha desarrollado en alguna ocasión, imaginando que, al despertar, vuelve a algún momento anterior de su vida y todo lo que creía su mundo no era más que un sueño. Pero Tallón despliega toda su habilidad para crear una tensión sostenida por los paulatinos descubrimientos del protagonista y por la incertidumbre sobre su futuro.

No nos queda sino dejarnos llevar hasta el desenlace final si queremos averiguar qué pesa más en el ánimo de Antonio: la inclinación a aprovechar la nueva y gratificante posición que ahora disfruta, o el deseo de recuperar su vida, con todo lo bueno y lo malo, si es que tal cosa es posible.

Rafael Martín