Con apariencia de guía turística y vocación de tratado histórico, el libro que Jan Morris dedicó al Imperio marítimo veneciano consigue un perfecto equilibrio entre esas dos formas de aproximación cultural: junto al relato de la expansión territorial de la República hacia las tierras de Levante, la autora británica nos describe las huellas que, de su presencia, aún quedan en islas, puertos y ciudades en forma de fortificaciones, iglesias o leyendas.
Publicada originalmente en 1980 y ahora editada por Gallo Nero, el texto abarca el periodo exacto de seiscientos años que separa el comienzo de la Cuarta Cruzada en 1197, de la caída de la Serenísima a manos napoleónicas en 1797. El estilo, siempre cercano, como en conversación directa con el lector, permite a este compartir tanto la pesadumbre por la pérdida de un territorio, como la exaltación ante la exhibición del poderío naval del Imperio.
Ese devoto entusiasmo está, sin embargo, matizado por un sano escepticismo: toda ingenuidad romántica queda descartada desde el momento en que las motivaciones comerciales se imponen a las piadosas y a las ideológicas: Venecia solo busca nuevos puertos que le permitan llevar y traer con seguridad los productos que generarán su riqueza. No pretende ni la conversión de sus nuevos súbditos ni exportar una supuesta cultura superior.
Morris deja eso claro desde el principio con el relato del desvío de la Cuarta Cruzada, de su destino inicial en Egipto, a Constantinopla. El dux pretendía colocar a un emperador títere, y evitar tanto un enfrentamiento con sus socios musulmanes como el asentamiento de sus rivales comerciales en las tierras de aquellos. En su mente también el saqueo de reliquias y obras de arte que potenciarían la peregrinación a su ciudad. En ese mismo contexto de intrigas empresariales sitúa Morris la inhibición de Cromwell ante el asedio que sufrió, durante veintidós años, la ciudad de Heraclión en la Creta veneciana: la Levant Company le había desaconsejado el envío de ayuda por ser lesivo para sus intereses.
Junto a estos esporádicos apuntes, Morris despliega en El Imperio veneciano una serie de evocadoras imágenes y emocionantes relatos bélicos que estimulan la imaginación del lector. Imágenes como la de la laguna veneciana abarrotada por las quinientas naves que, engalanadas para la solemne ocasión, llevarán a los cruzados a su destino; o la visión, desde un promontorio, de un convoy de barcos escoltados por las magníficas galeras que la autora compara con las antiguas naves homéricas. Igual de espléndidas resultan las descripciones del asalto, por parte de la caballería normanda, a la capital bizantina a través del Cuerno de Oro; o del remolque de las seis enormes galeazas a la primera línea de combate durante la batalla de Lepanto.
El texto hace un recorrido por las distintas posesiones venecianas en el Egeo, el Jónico, o la costa dálmata, relatando la paulatina pérdida de las mismas frente al empuje turco, deteniéndose en algunas heroicas acciones o en algunas sangrientas represalias. Y en esa retirada constante llegamos al punto de partida, esa plaza de San Marcos que vio partir a una inmensa flota.
Morris muestra, finalmente, las trazas del Imperio que aún perduran en la ciudad, la cantidad de obras de arte en las que podemos rastrear su pervivencia, concluyendo con una despedida elegíaca por una metrópoli que, de su pasada grandeza, solo ha conservado la forma, para disfrute de los nuevos peregrinos.
Rafael Martín