Como buen amante de la pluma de Julia Navarro, no podía faltar a la nueva cita que Plaza & Janes ha concretado con todos los lectores que ansiamos un nuevo trabajo de la escritora.
Después del excelente ensayo Una historia compartida (Plaza & Janes 2023), en el que homenajea a mujeres olvidadas injustamente por la Historia, vuelve a la novela histórica llevándonos a esos escenarios tan atrayentes como incómodos para sus lectores. Escenarios reales en los que posiciona a sus entrañables personajes, reflejos de los verdaderos protagonistas que vivieron, y sufrieron, historias similares.
Julia Navarro siempre será recordada por la alargada sombra de la magnífica Dime quien soy (Plaza & Janes 2010), considerada por muchos como su mejor novela. He de admitir que me he emocionado de igual forma en trabajos posteriores, pero que esta última novela, desde mi modesta opinión, se ha ganado un puesto privilegiado en esos rankings que tanto les gusta hacer a los espacios especializados en literatura.
La autora, al principio de El niño que perdió la guerra, nos traslada a 1938. En Leningrado nos presenta a Anya, cuyo rostro está cubierto de lágrimas de emoción provocadas por la poesía prohibida en un régimen opresivo. A continuación nos encontramos en Madrid, esta vez es Clotilde la que derrama lágrimas, no de emoción, sino de amargura por la negativa de un empleo en el que pueda expresar su arte. Desde ese momento sabemos que el destino de ambas mujeres está unido.
Son los últimos meses de guerra, y Agustín, marido de Clotilde, sabe que la causa republicana está perdida. No quiere que su hijo Pablo, de cinco años, crezca en un país gobernado por fascistas, por lo que decide enviarlo a Rusia. Se lo entregará a Boris Petrov, asesor soviético que vislumbrando el desenlace de la guerra fratricida, regresa a su hogar. A pesar de la oposición de Clotilde, madre del pequeño Pablo, Boris se llevará al pequeño, tras haber prometido al padre que lo cuidará y protegerá hasta que ellos también puedan trasladarse a la Unión Soviética. Anya, esposa de Boris, acogerá y cuidara del niño igual que a su propio hijo. Será aquí donde sus destinos queden sellados.
Este es el punto de partida. Desde él seguiremos la evolución de ambos países a través de la situación política, donde la libertad del individuo quedará extinta. Clotilde y Anya, caras, no de la misma moneda sino reflejos, del mismo espejo, verán sus anhelos cercenados al igual que sus esperanzas.
La autora demuestra, usando la vida de sus personajes como catalizador, que los extremos se dan la mano. Los regímenes totalitarios son injustos y alienantes dando igual la etiqueta que le otorguen sus defensores. De forma cruda expone que ambos términos no son antagonistas ante los ojos de quienes los sufren. A las personas les da igual el color con que los coloreen, son sinónimos en cuanto a dolor y sufrimiento. Ambos son alimentados por la hipocresía de los pocos que se benefician, mientras la amplia mayoría sufre a causa del sadismo, la envidia y el miedo.
Esta es una historia de las que Julia nos tiene acostumbrados: ficciones ancladas en la realidad, sin edulcorantes; historias que nos desgarran por dentro, que nos desarman y emocionan, precisamente por esa verdad a la que se agarran.
Fiel a su estilo, su prosa sigue siendo adictiva por su sencillez. Porque cuando la escritora es buena, no tiene que recurrir a sofisticados artificios ni palabras engoladas que roben protagonismo a la trama. Es por ello por lo que nos sumergimos en sus novelas y se nos hace tan difícil abandonar la lectura Se nos antojan pocas esas seiscientas páginas que componen la novela. En un equilibrio perfecto, se intercalan las sucesivas subtramas que la forman, siguiendo el paralelismo de nuestras dos familias protagonistas sabiendo que tarde o temprano necesitaremos de esa caja de clinex que nos acompaña en cada lectura de esta escritora, y creedme, aquí necesitaréis que esa caja sea grande.
Para mí, Julia Navarro se ha vuelto a superar, aupando este último trabajo a la cabeza de esos rankings que gustan tanto.