La burbuja de la novela negra parece no tener fin, y como buen aficionado a ella espero que siga así mucho tiempo, porque esto significa que entre tanta oferta la cantidad de obras de calidad dentro del género aumenta, puesto que los escritores son conscientes de que este dulce momento existe, por lo que, no solo las editoriales, si no ellos mismos se exigen más para destacar en este difícil mundo que es la escritura.
Es por lo que los lectores debemos arriesgarnos y apostar por nombres que tal vez no llenen portadas de prensa especializada, y que por tanto su esfuerzo es mayor para así poder hacerse un nombre, lo que incrementa la creación de historias que nos sorprenden dentro de un género del que creemos que todo está inventado.
Uno de estos escritores a los que hay que tener en cuenta es a Miguel Á. González. Yo lo descubrí a través de su Prolepsis, una preciosa novela cuyo eje principal es la relación paterno filial galardonada con el Premio de Novela Ciudad de Badajoz, y que ya reseñamos en estas páginas en su día. Miguel Á. González también ha sido ganador de distintos premios con anteriores obras, entre los que se encuentran el prestigioso Premio Café de Gijón. Pero no solo de novela se nutre su carrera, ya que como dramaturgo ha sido premiado en varias ocasiones, y sus obras se han representado tanto en España como en Argentina, México y Estado Unidos.
Después de leer la mencionada Prolepsis, no esperaba encontrarme esta novela que he leído de una sentada y que ha sido como un mazazo. No solo por el cambio de registro que no esperaba, sino por la contundencia y la singularidad tanto de su historia como de su narración. Esta montaña rusa en la que el lector no sabe por dónde va surgir la siguiente pendiente, no deja a nadie indiferente y es que son varios los aspectos que sorprenden por su originalidad y rotundidad.
Miguel Á. nos presenta a Jonás, un enigmático individuo con una sola pierna. Ha comenzado una nueva vida, dejando atrás incluso su nombre. Se acaba de mudar y presenta un peculiar interés por uno de sus vecinos. Y es que este hombre, que ha de subir tres plantas de un bloque de pisos sin ascensor saltito a saltito, oculta mucho más de lo que en un principio pudiera parecer. Reservado y enigmático, esconde un plan en el cual el principal motor es la venganza.
Esta es una novela atrevida, no solo en su planteamiento, también en su estructura. Narrada en distinto tiempo verbal, diferenciando el pretérito en el que el autor va deshojando los hechos de un pasado que han conducido a Jonás a un presente en tiempo y forma en el que se van fraguando unos acontecimientos que lo han conducido a un desenlace incierto.
Atrevida es también la forma en la que nos presenta al personaje principal. El autor no juzga, eso se lo deja al lector, el cual tendrá que forzar la empatía, y tal vez ni así perciba si el protagonista nos cae bien o mal; si se merece lo que le ha pasado o simplemente es tan humano que podemos sentirnos identificados con él al ser conscientes de nuestros propios defectos. Lo que sí es seguro es que pocos protagonistas como este nos encontramos en la novela negra.
Con un ritmo trepidante, el autor nos seduce de tal forma que seremos incapaces de soltar la novela hasta llegar a ese inesperado final, planteándonos mil hipótesis del porqué el sujeto principal toma las decisiones que toma y qué será lo próximo con lo que nos desconcierte.
La corta duración de los capítulos animan aún más una adictiva lectura, temiéndonos lo peor a la vez que llegamos irremediablemente al final en el que Miguel Á. nos vuelve a sorprender dejándonos mirando al infinito tratando de asimilar lo que acabamos de leer.
Os lo advierto, si os decidís a leer esta novela, tened en cuenta que os atrapará desde la primera página, y ya no la podréis soltar hasta llegar a su sorprendente final, y es que Miguel A. González demuestra que domina el género como pocos y que efectivamente, en la novela negra, no está todo inventado.