Cuando oímos el nombre de la escritora Margaret Atwood irremediablemente pensamos en El cuento de la criada, y más que por la novela por la serie de televisión.
Puede parecer injusto para una autora que ha publicado más de treinta libros —entre los que se encuentran novelas, poesía, ensayos y cuentos— a lo largo de cinco décadas, pero seguro que son muchos los escritores y escritoras a los que les gustaría tal repercusión de alguno de sus libros, sin mencionar los pingües beneficios que le aportaron la adaptación a la pantalla. A esto hay que sumar cómo se dispararon las ventas de la novela, publicada por primera vez en 1985, a raíz de la serie.
Filóloga inglesa de profesión —impartió clases en distintas universidades—, militante comprometida, llegando incluso a donar la cuantía otorgada por el premio Booker Price, que ganó gracias a la novela que nos ocupa hoy, a causas ambientales, puede que influenciada por el recuerdo de su padre, reputado zoólogo.
El reencuentro con el pasado, las relaciones personales y los derechos de igualdad de las mujeres son una constante en la obra de esta magnifica narradora. En El asesino ciego no iba a ser menos. Con un comienzo impactante donde leemos como Laura, hermana de la protagonista, se ha despeñado con el coche que conducía por un puente, vamos descubriendo porqué este trágico desenlace.
Iris —actualmente una anciana de 83 años—, hermana de la fallecida, va desgranando la historia de su familia, comenzando por la de sus abuelos maternos, haciendo hincapié en el fuerte carácter de una abuela que marcará las pautas de lo que será su vida y de sus descendientes, demostrándonos que causa y efecto también interfieren en la genética. Día tras día va anotando los recuerdos de la vida que compartió con su hermana. Una vida en la que lo tenían todo para ser plenamente feliz, pero que no fue el caso, dotando la autora toda la narración de un halo de nostalgia. Al fallecer, Laura dejó el manuscrito de una novela titulada El asesino ciego, siendo publicado póstumamente, convirtiéndose de inmediato en título de culto y consagrando a la escritora en mito. Parte del éxito se sustentó en la relación clandestina de una mujer con su amante en una historia demasiado subida de tono para la época, estamos hablando que se desarrolla en la década de 1930.
Esta novela fue publicada por primera vez en 2000, siendo galardonada, aparte de con el mencionado premio Booker, con los premios Hammet, Governos General´s y el International IMPAC Dublin Literary Award. Fue publicada un año después en nuestro país, y ahora Salamandra nos brinda la oportunidad de poder disfrutar de nuevo de este ya clásico de la literatura. Destacar la labor de Dolors Udina como traductora, consiguiendo que llegue a nosotros la obra con la plenitud y claridad que la concibió su autora.
Atwood intercala con la narración principal la ficticia novela en la que, a su vez, uno de los protagonistas es autor de relatos de ciencia ficción, trasladándonos al planeta Zicrón en uno de sus cuentos que va contando a su amante en sus encuentros secretos. Todo esto convierte esta novela en una suerte de matrioska argumental. Literatura dentro de la literatura, donde los dos relatos subyacentes no son más que la interpretación del hilo principal y de todo aquello que acontece y marca la vida de las dos hermanas y las circunstancias que las rodean, conduciéndolas a un destino muy diferente al que hubieran imaginado al ser descendientes de una adinerada familia. Margaret hace alarde del dominio de géneros diferentes tan diferentes, en este caso novela histórica y ciencia ficción.
Nuestra protagonista, actualmente en el ocaso de su vida, trata de resarcirse a través de la escritura, con la incertidumbre de si sus palabras tendrán lector algún día, plasmando los hechos del pasado. La autora entrelaza a la perfección con las otros dos narraciones, que no son más que una alegoría de una única historia. Es de esas novelas que maduran y envejecen contigo, descubriendo nuevos matices dependiendo de la etapa de tu vida en la que te encuentres. Un recordatorio de la fugacidad de la vida; a cómo los secretos no son eternos; de la importancia de la redención; de la complejidad del mundo en la juventud y la claridad que arroja a los hechos la vejez.
Es una maravilla degustar la pluma de Atwood, con una prosa casi poética, plagada de exquisitas metáforas con las que convierte un relato mundano en una experiencia literaria única gracias a su dominio de los recursos literarios.