La escuela de canto de Nell Leyshon
La cuestión es: si una fórmula ha funcionado a la perfección, por qué no volver a utilizarla. Aquella a la que nos referimos tiene, como tantas otras, sus constantes y sus variables. Tiene una familia miserable que se desloma trabajando en una granja de la campiña inglesa. Esa familia tiene una hija preadolescente, deslenguada e hiperactiva, de la que sus padres consienten en desprenderse a cambio de una compensación económica. Y aunque echa de menos su hogar y a un miembro de la familia, esa hija no desaprovecha la ocasión de adquirir los conocimientos que acaban por sacarla de su analfabetismo. También hay una madre amargada, un miembro de la familia postrado y otro encargado de ejercer la violencia patriarcal. Y hay sobre todo la voz de una narradora que, con la inseguridad de lo recién aprendido, intenta poner por escrito sus vivencias.
Esa fórmula es la que aplicó Nell Leyshon en su novela Del color de la leche, y el resultado fue tan espectacular y tan bien recibido que ha vuelto a usarla en La escuela de canto, su último y aún más logrado libro. Sin embargo los textos son esencialmente distintos, como lo son las armas propuestas, en un caso la escritura en el otro la voz, para enfrentar un mismo problema: la posición de indefensión de la mujer desposeída tanto de bienes materiales como intelectuales y, en consecuencia, de derechos.
Si la primera de las obras mencionadas se situaba en los años treinta del siglo XIX, ahora la autora nos traslada a la Inglaterra isabelina del XVI, quizás aprovechando el tirón de la aclamada Hamnet de Maggie O’Farrell. Así que las condiciones bajo las que vive la familia son aún más deprimentes, y el olor a estiércol resulta tan penetrante como el frío en los pies descalzos sobre la tierra helada. El cabeza de familia se encuentra además impedido físicamente, mientras que el hijo mayor le hace la vida imposible a su hermana la narradora.
Deslumbrada por la belleza de un canto oído en la iglesia y consciente de sus propias habilidades, la protagonista decide ingresar en la escuela de canto de la catedral. Sin embargo, para salvar los vetos que aquella impone, tendrá que hacerse pasar por un chico. Un recurso argumental este que no por repetido pierde su validez como medio de mostrar una situación de radical exclusión. A partir de aquí, el asombro de la protagonista ante el mundo inimaginable que se abre ante ella corre paralelo al que sienten los que la rodean frente a su ignorancia y tosquedad.
Pero esa nueva vida la hará también dolorosamente consciente de la hipocresía y el abuso, de la injusticia en un mundo en el que, junto a la pobreza extrema, caben el lujo y las riquezas, o de la inutilidad de rezar al dios de una religión al servicio del poder, convencida de que “él no escucha, porque sabe que soy una chica y yo no importo”. De todo eso quisiera salvar a su hermana pequeña a la que añora, ya que es tarde para hacerlo con una madre que ahora empieza a descubrir lo que le han robado.
Habría que añadir, finalmente, que el sencillo y particular lenguaje de su personaje no le impide a Leyshon hacernos sentir la perfección del canto coral, describiendo la entrada y salida de las voces, el paso de una sección a otra, el crescendo final. Podemos compartir así la fascinación de la narradora al sentir cómo su voz forma parte de tan sublime ejecución. Una voz que representa la de tantas mujeres silenciadas por las estructuras de poder y que, conscientes ahora de su calidad y potencia, ya es imposible acallar.
Rafael Martín