Los reyes de la casa: un entramado tan sugerente que se nos olvida por momentos que estamos ante un texto de denuncia, de advertencia

Según nos cuenta en su novela Basada en hechos reales, inmediatamente posterior a su exitosa autoficción Nada se opone a la noche, Delphine de Vigan quería volver a la ficción pura, huir de aquella dolorosa sobreexposición. Tenía pensado para ello escribir sobre telerrealidad, usar las notas acumuladas durante diez años desde que empezó a seguir los primeros reality shows franceses: no dejaba de sorprenderle la intención de hacer pasar por verdaderos unos conflictos a todas luces prefabricados. Sin embargo, según leemos en aquel libro, la aparición de un siniestro personaje frustró su proyecto.

Ahora, después de otros dos textos publicados, retoma aquella idea, enriquecida con las aportaciones de los nuevos cauces y soportes para la autoexposición. Y es que las redes sociales, los canales de YouTube, permiten crear una experiencia de exhibición personal autogestionada de probada rentabilidad. Se trata de “vivir para ser vistos, vivir vicariamente”, y hacer caja.

Los reyes de la casa gravita en torno a dos focos antagónicos: sus dos protagonistas. Por un lado Mélanie, casada, con dos pequeños y con la frustración de no haber triunfado como estrella de reality. Se ha tomado la revancha con un canal propio y un perfil de Instagram cuyos vídeos y stories reciben millones de visitas, y suponen ingresos millonarios. Las estrellas son en realidad sus hijos, a los que ella dirige obsesivamente en todo tipo de actividades consumistas, y a quienes siguen miles de niños deslumbrados por la visión del cumplimiento de sus propios sueños.

Por su parte, Clara es hija de padres activistas que desconfían de los medios de masas, y a los que les cuesta digerir que su hija haya decidido ingresar en la policía. Allí se ha ganado fama de rigurosa en las investigaciones y exigente en la redacción de los documentos que pasan por sus manos. Pertenece a la Brigada Criminal, la designada para investigar la desaparición de la hija de seis años de Mélanie, la preferida de los suscriptores del canal.

Con estos mimbres, de Vigan sumerge al lector en un apasionante thriller literario, y lo guía a través de las distintas líneas de investigación, insinuando motivaciones, sugiriendo sospechosos, gestionando la información que la madre y demás familiares aportan. Crea así un entramado tan sugerente que se nos olvida por momentos que estamos ante un texto de denuncia, de advertencia.

Porque tras esa explotación del culto al ego a través de las redes, están unas marcas omnívoras aprovechando la pulsión adolescente de sentirse una estrella, de saberse querido y admirado. O valiéndose para sus ventas de la nueva idea de intimidad, esa que convierte en espectáculo la propia vida. Todo ello sustentado en la inconsciencia de quienes no calibran, o prefieren no ver, las consecuencias de su exposición pública.

La parte final de la novela es un ejercicio de prospección, un salto a un futro próximo, en el que, además de dar cuenta de la evolución de algunos de los personajes tras el proceso traumático, se nos muestra la deriva de un sistema que aprovecha la huella dejada, en forma de imágenes y comentarios, por los usuarios de medios digitales. Clara, por su parte, sigue intentando vivir “al margen de esas redes supuestamente sociales, repletas de amores artificiales y de odios auténticos, al margen de esa Red de ilusiones”.

Rafael Martín