María y Juana de Austria, hijas de Carlos V y de su esposa Isabel, fueron dos mujeres poderosas en pleno siglo xvi. Tanto su padre como su hermano, Felipe II, les dieron responsabilidades de gobierno. Por matrimonio, María llegó a ser emperatriz de Austria y Juana, princesa de Portugal y madre del rey don Sebastián.
Las dos hermanas vivieron juntas el principio y el final de sus vidas, con la salvedad de que la unión final fue solamente espiritual, su encuentro en el monasterio fundado por Juana y habitado por María. Durante el tiempo intermedio su unión fraternal dependió del correo y de los múltiples regalos que se intercambiaron.
Otro fuerte vínculo entre las hermanas fueron los cuatro hijos de María y Maximiliano que se educaron en la corte española. Su gran mentor fue el rey Felipe, pero, sin duda, los jóvenes archiduques estuvieron bajo la mirada protectora de doña Juana, que también se ocupó maternalmente de su sobrina y nueva reina doña Ana de Austria, hija de María.
Hoy, el recuerdo de estas dos princesas se ha perdido en la bruma de la historia. Sin embargo, su memoria se ha conservado casi intacta hasta nosotros gracias a una cápsula del tiempo: el monasterio madrileño de las Descalzas Reales, la comunidad de religiosas clarisas que fundó Juana y habitó María, y donde ambas están enterradas. En Las hijas de Carlos V, Magdalena Velasco Kindelán recrea la vida, los pensamientos y sentimientos de estas dos mujeres, cultas, hermosas y cercanas al poder y a la riqueza.