Hitler y Stalin. Dos dictadores y la Segunda Guerra Mundial, de Laurence Rees.

Hace treinta años Alan Bullock publicó Hitler y Stalin, vidas paralelas, un título con el que el historiador pretendía emular a Plutarco presentando la existencia de los dos dictadores como las dos caras de la misma moneda, aunque desarrollando ampliamente las importantes diferencias entre los estilos de gobierno y la psicología de ambos. Ahora Laurence Rees, autor de libros de referencia como Auschwitz. Los nazis y la solución final, publica un volumen con el mismo título, pero teniendo el acierto de centrarse en el periodo de la guerra mundial, la época en la que los dos gobernantes llegaron a un pacto de coexistencia que resultó efímero.

Como recuerda Rees, ambos nacieron en la periferia de sus respectivos países y ambos fueron arrastrados por los acontecimientos históricos de principios del siglo XX – Primera Guerra Mundial, Revolución Rusa – de cuyos resultados supieron aprovecharse en última instancia para ir subiendo peldaño a peldaño hacia el poder absoluto. Quizá Hitler era un líder mucho más carismático que Stalin, pues sabía cómo dirigirse a las masas, hechizarlas con su discurso radical y aparecer como la solución a todos los males de la nación. Stalin también desarrolló, como es sabido, un culto a la personalidad, pero de una manera más práctica, apoyándose en un poderoso aparato burocrático y en el terror que podía inspirar en su círculo más cercano. He aquí una gran diferencia entre los estilos de gobierno de ambos: mientras Hitler no tenía miedo en promover el talento y, al menos en los primeros años de conflicto, era capaz de escuchar a sus expertos militares para llevar a cabo sus planes, Stalin era mucho más paranoico y no dejaba que nadie le hiciera la más mínima sombra. Esto fue cambiando paulatinamente con el desarrollo de la guerra. En cualquier caso, Stalin jamás tuvo problema alguno en hacer asesinar o enviar al Gulag a aquellos miembros de su gobierno o altos cargos respecto a los que albergara la más mínima sospecha de disidencia. Hitler no solía actuar así: si discutía con alguno de sus generales las consecuencias más graves para este último podían llegar al retiro forzoso con su correspondiente pensión. Así pues, el círculo más íntimo de Stalin temía contarle a éste las verdades más duras. Con Hitler no sucedía esto.

El ataque por sorpresa de Hitler a Stalin el 22 de junio de 1941 fue uno de los momentos culminantes de la Segunda Guerra Mundial, ya que terminó por mostrar las cartas que ambos dictadores se habían estado reservando en los años anteriores y demostró que Europa (o quizá el mundo) no era un lugar lo suficientemente amplio para sostener las inmensas ambiciones de ambos. La invasión de Rusia fue una contienda destructiva como pocas, donde la partida se jugaba a todo o nada. Las víctimas llegaron a contarse por millones. Nada más entrar en Rusia empezaron las matanzas de judíos en la retaguardia, así como el maltrato sistemático – un gran porcentaje de ellos murió de inanición – de los cientos de miles de prisioneros que se hicieron en los primeros meses. Para Hitler, actuar de ese modo era lógico, según su doctrina de la ley natural en la que los más fuertes deben imponerse a los más débiles y exterminarlos para prosperar como pueblo.

Al final una catarata de malas decisiones por parte de Hitler, que fue imponiendo paulatinamente su visión estratégica después de la crisis de finales de 1941, cuando su invasión se detuvo a las puertas de Moscú, llevó al Ejército alemán a la más absoluta de las derrotas. Stalin, que fue directamente responsable de los desastres sufridos por sus tropas en 1941-42, comprendió que para conseguir la victoria debía rodearse de gente competente y dejar de dictar órdenes absurdas desde el punto de vista militar. Como es sabido, Hitler terminó suicidándose en el bunker de Berlín y la Unión Soviética se transformó en una de las dos potencias de la Guerra Fría. Las consecuencias de la actuación de estos dos hombres llegan directamente a nuestros días, como se está viendo tristemente con la invasión de Ucrania por parte de Vladimir Putin.

Por último, ¿Cómo fue posible que tantos millones de personas obedecieran ciegamente a estos dos criminales de masas? Laurence Rees responde magistralmente a esta cuestión en las últimas páginas del libro:

“Tanto Hitler como Stalin poseían el poder de inspirar esta clase de fe. Los dos eran figuras paternales y rigurosas que vendieron el sueño de sus utopías con una certeza absoluta. Los sueños que ofrecían eran de un futuro que no tenía sentido solo para uno mismo, personalmente, sino también para los propios hijos y los que estos tendrían en su momento. Creer en esos sueños proporcionaba esperanza y la sensación de finalidad. Significaba que uno no estaba solo, sino que formaba parte de un proyecto con una importancia épica. Los seres humanos son animales sociales y la presión favorable a creer en tales sueños era inmensa.

Además, como Hitler y Stalin prometían a su ingente cantidad de seguidores que un mundo de gloria les aguardaba en el futuro, los problemas del presente se minimizaban a cambio de la utopía del mañana. Solo que ese mañana nunca llegó.” (pag. 502).