Para la mayoría de la gente el concepto de pirata tiene más que ver con las películas de aventuras producidas por Hollywood o por los cuentos infantiles que se basan en sus divertidas hazañas que en la realidad histórica. Porque esta visión amable de la piratería se desvanece pronto cuando se profundiza un poco en el azote que supuso – y sigue suponiendo hoy día – para muchos los abordajes, los asaltos costeros y las prácticas sanguinarias de estos filibusteros cuya única ambición era la del enriquecimiento rápido. Estos marinos que se lanzaban a la aventura basaban su éxito en ataques inesperados y veloces, que rindieran lo más pronto posible a las tripulaciones de los buques asaltados a través del terror, táctica por la cual se conseguían botines con el menor riesgo posible, aunque no siempre era factible evitar unas batallas que podían tener consecuencias extremadamente sanguinarias para ambos contendientes.
Bien es cierto que para la mayoría de los tripulantes de las naves piratas dicha dedicación era una alternativa muy válida a una existencia miserable. Pescadores arruinados, campesinos sin futuro y otros desheredados solían ser los principales candidatos a engrosar dichas tripulaciones. El oficio era arriesgado, pero la recompensa podía equilibrar ampliamente los peligros y padecimientos de una elección tan singular. Una operación afortunada podía reportar a sus beneficiarios riquezas con las que no podían haber siquiera soñado en sus existencias anteriores, aunque también era muy frecuente que la carrera de pirata terminara en el fondo del mar o en la horca:
“A estas alturas ya debería de ser evidente que la piratería tenía más que ver con la codicia y los agravios que con el romanticismo y la aventura, con cierta dosis de fe o religión añadida a la mezcla. En el fondo, lo que hacía que los individuos se convirtieran en piratas era un ejercicio de elección racional que incluía factores como las condiciones de vida en ese momento, los beneficios que se esperaba que reportara la piratería y la probabilidad de eludir las consecuencias. Es indudable que también ayudó la aprobación de la sociedad o un entorno propicio en forma de funcionarios corruptos, puertos con una política de “no hacer preguntas” y gobiernos cómplices.” (pag. 81-82).
Los Estados solían tener una relación ambivalente al enfrentarse al fenómeno de la piratería. Por una parte podían destinar buena parte de sus medios marítimos a enfrentarse a una amenaza que esquilmaba sus ingresos coloniales o ponía en constante peligro a sus poblaciones costeras, incluso atacando directamente las bases desde las que se producían los ataques, pero por otro lado también se aprovechaban de las posibilidades que ofrecían estas prácticas para otorgar patentes de corso y así oficializar las prácticas corsarias en su propio beneficio. Si regresaban de sus expediciones con tesoros, llenaban las arcas reales y eran tratados como héroes, pero si fracasaban o convenía políticamente, podían ser tachados súbitamente de criminales y pasar a ser perseguidos.
Peter Lehr dedica buena parte de su magnífico ensayo a describir cómo las prácticas de la piratería siguen plenamente vigentes en el siglo XXI y cómo sigue siendo extremadamente luchar contra adversarios extraordinariamente móviles y versátiles, cuya principal ventaja sigue siendo el hecho de no tener demasiado que perder y sí mucho que ganar. En las últimas páginas se describe de manera magistral la batalla contra el foco de piratería de Somalia (cuyo origen es la miseria nacida de un Estado fallido) y lo lucrativo que fue para muchos la toma de rehenes de desprevenidos cargueros occidentales. Por desgracia, mientras exista gente desesperada, siempre habrá candidatos a echarse a la mar en busca de fortuna.