‘Un plan sangriento’, la primera novela de Graeme Macrae Burnet que publicaba Impedimenta, no era solo un thriller apasionante, era también una novela histórica y social en la que llamaba la atención su estilo elegante y fluido, remedo del lenguaje preciso y elaborado que correspondía a los documentos decimonónicos que componían el texto.
‘La desaparición de Adèle Bedeau’, que ahora nos llega, es en realidad anterior. Pero nos equivocaríamos al pensar que, por situarse en la estela de un gran éxito, convenientemente aireado en la faja publicitaria, va a ser de calidad inferior. A veces ocurre, cuando una razonable lógica editorial acude al rescate de obras primerizas, pero no es el caso.
Bien es cierto que aquí no estamos en las Tierras Altas escocesas, ni en un tiempo en el que la psicología criminalista estigmatizaba a los desfavorecidos. Ahora nos encontramos en una pequeña ciudad francesa fronteriza, en la que no son muchos los sucesos que vienen a alterar su monótona existencia, tan invariable como la de los asiduos clientes de sus bares oscuros y restaurantes mediocres. En un rincón de uno de ellos se coloca regularmente Manfred Baumann, desde donde puede observar la habitual timba diaria y a la joven camarera Adèle, a la que se anima a seguir alguna vez. La desaparición de aquella y la evidencia de tales maniobras, son las que llevan al inspector Gorski a colocar a Manfred en el punto de mira.
Burnet nos introduce alternativamente en la mente de ambos protagonistas. Así, al acompañar a Manfred, director de una oficina bancaria, en su quehacer diario, constatamos su dificultad para relacionarse, especialmente con mujeres, su necesidad de mantener una rutina que le permita no llamar la atención, o el miedo a cometer errores en sus escasos momentos de socialización. Unos rasgos de carácter cuyas raíces encontramos en su infancia y adolescencia, y que no le ayudan precisamente a eludir el papel de sospechoso principal.
El inspector, por su parte, también muestra cierto retraimiento en sus relaciones personales, en parte por la opresiva figura de su mujer, epítome del esnobismo francés más rancio. Se siente además desengañado de un sistema judicial capaz de zanjar sin escrúpulos un caso de asesinato que él no supo resolver años atrás. Ahora, en su afán por redimirse, comienza el acoso a una presa que ha cometido, de forma instintiva, el error de enredarse en una mentira de la que ya no puede retractarse.
Burnet describe a la perfección el obsesivo discurso interior de Manfred, las dudas y temores que le torturan, su sentimiento de culpa, del que se siente liberado al reconocerse en esos personajes de Zola dominados por un destino al que, inexorablemente, les conduce su temperamento. Por el contrario, Gorski, lector de Simenon, cree en el razonamiento y en los protocolos y rechaza la inspiración y las corazonadas irracionales.
Se crea así una tensión entre perseguidor y perseguido digna de la mejor Highsmith, y que incluso podemos reconocer en ‘El reino’, el último Nesbø. Aunque la referencia evidente es Simenon, tanto por la localización en territorio francés o la ambientación de los bistrós como por cierta atmósfera xenófoba y racista en el pueblo, actualización consciente de la que, a veces, dejaban traslucir las obras del belga.
Finalmente, Burnet no ha podido sustraerse a la tentación metaliteraria. Si ‘Un plan sangriento’, subtitulado ‘El caso Roderick Macrae’, tenía como punto de partida un texto encontrado por azar mientras buscaba información sobre su abuelo, ahora el escocés se presenta como simple traductor de un clásico llevado al cine por Claude Chabrol, y cuyo autor, un tal Raymond Brunet, muestra una biografía con notables paralelismos con la de Baumann.
Juegos aparte, quedamos a la espera de la traducción del segundo caso del inspector Gorski, así como de la publicación, prometida por Impedimenta, de la última novela de un inspirado Macrae Burnet.
Rafael Martín