Por Luciana Prodan
“El raro vicio de escribir la vida”, el último libro de Manuel Rico, es el relato, casi la novela, de las obsesiones y de los fantasmas de un escritor en “un tiempo que se extiende entre los años 2007 y 2014”, como él mismo afirma en su prólogo, pero que renacen y reaparecen en pleno confinamiento para recobrar el sentido. El motivo.
Una obra llena de matices, surgida entre marzo y junio de 2020, en medio de una pandemia que nos amenazaba dejándonos sin opciones, y que hoy, a través de Huso Ediciones, se transforma en un canto y un llanto al destino.
En un antiguo y renovado diario íntimo. O quizás en un tranvía (en uno de esos tranvías que a él tanto le gustan) que nos lleva a recorrer los caminos de su pasado, habitado por una voz que, mientras se confiesa, nos interpela y nos obliga a repensarnos. A juntar nuestros pedazos y seguir.
Porque este libro también es eso: una trasmutación voluntaria; necesaria. Una excusa que nos abraza y nos regala la posibilidad de poder contestar y contestarnos si somos dignos: si somos merecedores de lo vivido, lo ganado y lo perdido, y qué fuimos y seremos capaces de recordar, valorar y reconocer, a partir de ahora (y para siempre).
Y por eso también es un grito. Un grito delicado que se anima a acercarse a los oídos sordos de un confinamiento que nos mantuvo presos, pero al que hoy, a pesar del dolor, Manuel quiere y necesita enfrentarse con la única intención de liberarse y contarle al mundo que con él no pudieron. Que él no sabe ni piensa rendirse. Que es un hombre vivo y doliente. Poeta y escritor. Otro de los pocos y los tantos sobrevivientes.
Para no dejar a un lado los datos rígidos y formales (que deben formar parte de cualquier reseña) es importante destacar que en este libro, van a encontrarse tambien con escritores y artistas como Elfried Jelinek, Juan Gelman, Antonio Machado, Peter Handke o Hans Lebert, personas y personajes que conviven en estas páginas bajo las luces, las sombras y los recuerdos que conforman la historia de vida de Manuel, y que gracias a su generosidad, pasan a ser protagonistas; pero eso no me parece lo más importante. Y no me parece lo más importante porque la calidad del contenido por el que está compuesta esta obra (que es mucho y muy bueno), se transforma automáticamente en un detalle (o en ese detalle invaluable que forma parte de cualquier lienzo) cuando la intención y la atención hacia la vida o, mejor dicho, hacia la pulsión de vida que promueve y promulga Manuel, cobra un sentido tan profundo como intransferible.
Porque él no escribe con inocencia. Él sabe lo que quiere y necesita hacernos sentir cada vez que su libro se transforma en el espejo y el tamiz de nuestra propia historia. En ese filtro que nos empuja, sin piedad, a depurar nuestros recuerdos de la manera honesta e impiadosa, obligándonos a decidir, entre otras cosas, con qué y ¿con quiénes? Con cuánto y con cuántos nos vamos a quedar (si es que tenemos la suerte de salvarnos del olvido).
Su niñez, la escuela, la adolescencia. Su lucha por saberse y volverse escritor. Capítulos que se vuelven cuentos cortos, crónicas de viajes y ¿novelas? Joan Manuel Serrat, Antonio Machado, sus poemas… Versos que son declamaciones y sentencias. Reflexiones de vida, de amor y de muerte: cartas de autor. De amor.
El pasado se vuelve presente y se acuna en el tiempo. Los viajes, el trabajo y sus innumerables compromisos, se fusionan con algunos escenas que nos trasladan de pronto a la habitación de su hijo y nos conmueven. Un hijo y un espacio común. Una atmósfera de aire fresco y adolescente nos cobija y nos llena de oxigeno, cada tanto, como si Manuel supiera que ese es el único lugar innegociable donde debemos pararnos, si es que pretendemos seguir. ¿Vivir?
“Escribir es una maldición porque obliga y arrastra como un vicio penoso del cual es casi imposible librarse, pues nada lo sustituye. Y es una salvación. Salva el alma presa, salva a la persona que se siente inútil, salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba”, dijo Clarice Lispector alguna vez. Releo a Clarice. Cierro el libro de Manuel. No imaginarlos juntos en un bar, o perdidos y encontrados en algún lugar del mundo, me resulta imposible. Qué suerte. Qué lástima.