Diarios, de Stefan Zweig.

Acercarse a los diarios de un escritor es asomarse a su yo más íntimo, a la persona real que está detrás de los artificios de la escritura. Por eso resulta todo un acontecimiento que Acantilado culmine la publicación de la obra esencial del escritor vienés – que ha ido adquiriendo cada vez más popularidad entre el público español gracias a la labor de la editorial catalana – con este exquisito volumen que funciona estupendamente como complemento a las memorias de Zweig, El mundo de ayer.

En el prólogo de Mauricio Wiesenthal se define muy bien lo que significan estas páginas tan personales a la hora de adentrarse en el auténtico ser del escritor:

“Un diario es un itinerario, o también lo que los antiguos griegos llamaban un método (métodos, “camino para progresar”). Para todos aquellos que quieren iniciarse en una sabiduría honda no hay mejor método que andar la vida – ordenada en etapas – y eso es precisamente la esencia de un diario y la experiencia que nos ofrece esta obra (…)” (Diarios, pag. VIII).

Porque las vidas del autor de Carta de una desconocida fueron muchas. Zweig fue el escritor burgués de éxito que viajaba por el mundo para encontrarse con sus lectores, pero terminó convertido en un verdadero paria, un extranjero para todo el mundo: judío en Alemania y austriaco (o sea, alemán) en Inglaterra. Todos los temores que se expresan en diversos pasajes del diario, esa locura nacionalista que rompió en pedazos a Europa durante la primera mitad del siglo XX, terminaron golpeando de lleno a la existencia de Zweig, que culminó sus días como un exiliado en tierras brasileñas convencido de no tener ya lugar en el nuevo mundo que se estaba fraguando a base de una violencia jamás antes vista.

Aunque abarcan desde 1912 hasta 1940, en realidad Zweig se dedicó a escribir sus Diarios solo durante determinadas épocas de su vida, abandonándolos con frecuencia durante años, para volver a retomarlos mucho tiempo después. Si bien los escritos de los años 1912 y 1913 están dedicados sobre todo a la descripción de las relaciones sociales del autor, su viaje a París, sus numerosas relaciones con mujeres y a la eterna lucha frente a la página en blanco, a partir de 1914, con la llegada de la Primera Guerra Mundial, el tono de las entradas cambia radicalmente. La carnicería del conflicto del 14 supuso un verdadero trauma para Zweig, que jamás volvió a confiar en el restablecimiento del orden político y social que conoció en su juventud. Los escritos de esta época oscilan entre la simpatía a la causa de las Potencias Centrales y el rechazo absoluto a la criminal masacre que se estaba perpetrando en los campos de batalla de toda Europa. Solo la inquebrantable amistad con el también escritor Romain Rolland le aporta las necesarias dosis de serenidad y cordura para seguir adelante. A finales de 1914, el escritor está ya absolutamente horrorizado con las dimensiones que ha adquirido un conflicto que amenaza con durar años. El 2 de noviembre escribe:

“(…) ¡El ritmo al que avanza esta guerra es un suplicio indescriptible! Todos saldremos de ella destrozados de un modo u otro, pero no experimentaremos ni verdaderos triunfos ni verdaderas derrotas. Estos altibajos, estos movimientos imperceptibles de masas gigantes, es inconcebible para cualquier imaginación y resulta, por lo tanto, paralizador en vez de liberalizador.” (Diarios pags 136-137).

Los últimos años de la guerra los pasó Zweig en Suiza, después de haber sido declarado definitivamente como no apto para el combate. Resulta curioso que allí encontrara a un enemigo invisible y que sus palabras de aquellos días resulten muy familiares al lector actual. Se trata de la llegada de la llamada gripe española a la ciudad de Zúrich. El 14 de octubre de 1918 siente que el miedo le atenaza:

“La epidemia de gripe es espantosa. Treinta personas mueren a diario en Zúrich, miles están enfermas. Naturalmente, como en la guerra, uno tiene la estúpida sensación de que no puede tocarle, pero qué desagradable e inquietante es sentir que el fantasma acecha en cada esquina. (…)-“ (Diarios, pag. 371).

Los años veinte son un gran paréntesis en los Diarios de Zweig, pero una vez que los retoma, en los años treinta, encontramos a un escritor convertido en una especie de pesimista Casandra que siente que los tambores de guerra van a volver a sonar en Europa y que esta vez ni siquiera se va a librar la población civil de las consecuencias del conflicto. El escritor lee los periódicos con ansiedad esperando encontrar cualquier indicio que respalde sus peores temores, aunque mientras tanto, como hombre de letras reconocido y popular, disfruta de viajes de promoción a lugares tan distantes como Nueva York – donde establece contactos con el mundo del cine – o Brasil.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial dio tristemente la razón a las tesis de Zweig. El escritor se vio atrapado en Inglaterra al adquirir de pronto la nacionalidad del enemigo. Las últimas anotaciones del diario son de un pesimismo atroz, puesto que pertenece a una generación que ya vivió hechos históricos similares y sabe perfectamente el desastre que se avecina sobre Europa. Aquí encontramos a un Zweig convencido de la superioridad militar de Alemania y de su inevitable victoria frente a la deficiente preparación para el conflicto de Francia e Inglaterra. La última entrada del diario, fechada el 19 de junio de 1940, en las horas más negras para los Aliados, el escritor se prepara para embarcar rumbo a Brasil. Stefan Zweig es ya una sombra de lo que fue. Se siente viejo, cansado y sin lugar en el nuevo mundo que se asoma en el horizonte. No es necesario repetir aquí lo que sucedió meses después.