El hombre que vive desde sí la realidad del mundo, esto es, que piensa la realidad exterior como un vínculo necesario, no tanto para sí sino para la expresión y expansión de su sentido de la amistad y lo cotidiano, tiene necesariamente unos argumentos propios que le distinguen del común por cuanto su aislamiento especulativo le lleva a poseer un punto de vista muy fecundo, tanto del paisaje en el que vive como de naturaleza- solidez de las personas que conforman su escenario humano, su cotidianeidad.
El encuentro y la forja de una amistad (luego rota, luego recuperada gracias a la memoria de quien había sido un amigo común) genera todo tipo de ‘didácticas del hombre’, formaciones distintas del vínculo y, también, de la aversión. Es una situación propicia a la vez, la mejor, para reparar en el otro.
Aquí coinciden, en Arlés, el autor y su mujer, y el filósofo Guy Derbod con la suya. Y surge, literariamente, la observación humana: “El estado masculino sueña y viaja en pie de guerra. Atraviesa los misterios del mundo con su espada, como el gentilhombre con la mano sobre el corazón, un Greco, con su florete bien ceñido. Sondea las almas con una pregunta” Respecto de la mujer: “La mujer limita al hombre en su errancia, en sus sueños que no son de la misma naturaleza. La poesía femenina es una emanación voluntaria del no-querer e incluye la filosofía. Los encuentros de la tierra con el hombre están en la mujer”
La ductilidad de estas reflexiones nos dan el tono introspectivo con el que habla el autor, y la referencia resulta vívidamente humana. En cuanto a la ‘trama’ del argumento, cabría decir: el escenario, Arlés, lugar elegido por su luz, por su color, tal como ha hecho en su día Van Gogh, de quien escribe (o a quien alude): “Guy Debord y Arlés solo tuvieron en común una discreción recíproca. En cuanto a Van Gogh, el deslumbramiento de uno estuvo a la altura de la aversión del otro”
Bessompierre, pintor y teórico de la pintura, ya vivía en Arlés cuando Debord se instala allí, donde permanecerá unos años. Un día, “un hombre se levanta para saludarnos, alto, gentil y muy atento” Éste resulta un personaje referencial: “Es un hombre con la mirada gris de los lobos” Acerca de él escribe, como la definición de un actor necesario: “sentimos rápidamente que había en él algo de Jano, una elasticidad en su personalidad que le permitía deslizarse de un mundo a otro, con esa elegancia natural de los delincuentes de categoría que, sin el menor inconveniente, exhiben la sumisión más radical, o los modales corteses de los grandes dirigentes de la burguesía” Se trata de Gérard Lebovici, un importante productor de cine y que “frecuenta las bellas actrices del cine y los actores que llenan las salas” El autor da a entender que la amistad con Debord es cordial, fructífera, y, por causa de un malentendido no muy explicitado, se distancian. Separados, digamos, en el mismo lugar, sólo será al final, la memoria común del fallecimiento de Ledobici quien les volverá a unir, de donde podría deducirse el vínculo común, teórico y real, con esa idea presente en todo momento, la del sentido y valor de la amistad. Todo en la narración ha dado lugar a propiciar la reflexión acerca de los comportamientos, de las interioridades humanas. Se trata de un texto muy expresivo, sobria y cultamente escrito, afín a lo cotidiano, si bien, acaso, detrás de la descripción del narrador no esté tanto la introspección filosófica sino en sí el acontecer sobre ese escenario permanente de la convivencia, de lo social.
Tal conclusión filosófica le correspondería al filósofo, y en tal sentido así sucedió. Al fin, habría de ser el título de uno de los libros más famosos de Debord quien resumiese la trama: El libro se titula: ‘La sociedad del espectáculo’
Sociedad en la que vivimos con perfecta vigencia y disimulada desarmonía. Una vez más, ‘El gran teatro del mundo’