De la misma estirpe que Jacques Le Goff o Georges Duby, Peter Brown pertenece a ese grupo de historiadores que no se conforman con la mera descripción de hechos significativos del periodo que se esté estudiando, sino que pretenden un análisis exhaustivo que incluya las formas de vida de los hombres de aquel tiempo. Precisamente este volumen está dedicado a una de las grandes especialidades del profesor Brown: la transición del mundo Mediterráneo entre la Antigüedad tardía y la Alta Media, de un mundo pagano a una sociedad cristianizada, cuyo resultado final será el germen del mundo actual.
Si algo consiguió el Imperio Romano durante su época de esplendor fue unificar todas las riberas del Mare Nostrum bajo una lengua y una cultura comunes, sobre todo para las clases más cultas y educadas. Un romano podía trasladarse de un extremo a otro del Imperio y seguir estando en territorio conocido, en el que se empleaban ritos y códigos uniformes. En El mundo de la Antigüedad tardía, Peter Brown defiende que la decadencia de estas formas de vida se debió a un proceso paulatino de cambio de mentalidad en el que fue fundamental el prestigio social que se fue ganando poco a poco el cristianismo, hasta llegar a ser la religión oficial del Imperio que terminó por no tolerar ninguna otra. Y una de las claves de su éxito fue la simplicidad de su mensaje, capaz de seducir a todas las capas sociales, frente a la filosofía de Platón o Aristóteles cuya comprensión estaba reservada a las élites.
En tiempos de crisis eran los cristianos los que recaudaban dinero para ayudar a los más necesitados, los que ejemplificaban el sacrificio supremo a través de sus mártires y los que se oponían a la institución de la esclavitud, pretendiendo que todos los hombres son hermanos en la misma fe. El proceso tuvo resistencias, la más relevante de las cuales fue la del emperador Juliano el Apóstata, que pretendía volver a la grandeza de Roma con el regreso del Paganismo. No tuvo éxito, entre otras cosas porque el Cristianismo no abandonó la tradicional aspiración de universalismo romano, solo que ahora se quería llevar a cabo por otros medios.
Cristo era presentado como el mayor de los filósofos y el más venerable de los maestros. Los ascetas, que sacrificaban todo la material en pos de una vida de privaciones fueron venerados a partir del siglo V. Se dice que Simeón el estilita estuvo cuarenta años morando en lo alto de una columna de quince metros de altura en las cercanías de Antioquía, como forma de lucha contra las tentaciones del demonio. La llegada de los santos terminó generando un culto a sus reliquias que todavía pervive en nuestros días. Muchos lugares de peregrinación se enriquecieron por la afluencia de penitentes que querían acercarse a los restos de algún santo en busca del perdón de sus pecados. La Iglesia fue así transformándose en una institución que hacía gala de una ostentación sin igual, construyéndose ricas iglesias y basílicas repletas de mosaicos y tapices, iluminadas con miles de lámparas de aceite a mayor gloria de Cristo, mientras se derribaban los símbolos del antiguo poder de los dioses paganos: el nuevo poder destruía estatuas y templos, siendo uno de los ejemplos más sangrantes el incendio del Serapeum, en Alejandría, una de las maravillas del mundo antiguo. Esta parte de la historia está narrada magistralmente en otro libro publicado por editorial Taurus, La edad de la penumbra, de Catherine Nixey.
El acontecimiento más espectacular de esta época, el que dejó una impresión más indeleble en aquellos espíritus fue el saqueo de Roma en el año 410, ya que se trató de un hecho hasta cierto punto inesperado hasta pocos años antes. En cualquier caso, los conquistadores bárbaros se asimilaron a las costumbres de los vencidos. Como dijo Teodorico, rey de los ostrogodos: “Un godo capaz quiere ser como un romano; solo un romano pobre querría ser como un godo.” Mientras occidente entraba en decadencia, el Imperio Oriental de Bizancio viviría días de gran esplendor, a pesar de sus continuos enfrentamientos con el poderoso Imperio Sasánida, conflicto de los que acabarían beneficiándose los árabes después de la revolución impuesta por la nueva religión de Mahoma.
Al final, de un modo un tanto irónico, Brown resume el resultado de todos estos procesos:
“En cierto modo hemos dado la vuelta circularmente hasta los días del tranquilo conservadurismo pagano de la época de los Antoninos. El cielo y la tierra habían quedado asentados en una armonía bien regulada. El cristianismo era entonces la religión ancestral. Si se ejecutaban de forma escrupulosa, sus ceremonias públicas poseían el valor verdadero de apartar las desgracias y asegurar el gracioso favor de lo sobrenatural. Dios era el emperador remoto, pero las imponentes figuras de los ángeles, a las que se unían los héroes largo tiempo fallecidos de la religión cristiana, ejercían su vigilancia sobre la tierra. Los hombres de comienzo de la Edad Media tenían tanta seguridad como otrora Marco Aurelio de que aquellos que siguen los caminos de sus antepasados pueden esperar verse custodiados por los cuidados de invisibles protectores.” (pag. 228).
Perfectamente editado por Taurus en su colección clásicos radicales y profusamente ilustrado, El mundo de la antigüedad tardía, hasta ahora difícil de encontrar en sus ediciones en castellano, llena un vacío en las librerías respecto a la obra de este prestigioso historiador, del que también se publicó hace unos años su monumental Por el ojo de una aguja. Esperemos que finalmente gocen del mismo destino libros tan fundamentales como El cuerpo y la sociedad.