Es esta una deliciosa novela cuyo cuerpo central se compone de una colección de historias, personajes y sucesos a cuál más maravilloso y fantástico. La fantasía recorre sus páginas con un viso de absoluta cotidianidad. La magia de sus historias, de sus personajes, no tiene fin. La estructura misma de la novela reviste cierta complejidad: comienza como carta, sigue como múltiples relatos y revierte en su final en una carambola que no voy a revelar, pero que el lector encontrará ingeniosa y de gran fuerza sugerente. Del comienzo enlaza y retoma el final cerrando el círculo con una vuelta de tuerca sorprendente.
Tocornal pone en boca del narrador el propósito de esta obra, que califica de epopeya:
“En ella no hay héroes ni grandes proezas en el sentido épico, pero sí en el doméstico: ya sabes, las hazañas cotidianas de andar por casa que escapan al reconocimiento por insignificantes. Pretendo tan solo hacer una semblanza, un ejercicio de memoria barnizado por la pátina de la ensoñación; un intento de reminiscencia de los que fueron mis vecinos de infancia. (…) Si soy capaz de recoger mis recuerdos de forma fiel a la realidad, estarán sin duda impregnados de esa poesía y de la magia sobrenatural que los rodeaba, y entonces esta crónica será poema y merecerá el nombre de epopeya.”
Todas las historias personales y los sucesos que se relatan comprenden los recuerdos de un ya maduro escritor de gran éxito que vuelve su mirada, en el otoño de su vida, a los hechos de su infancia. Nacido en un pequeño pueblo andaluz que abandonó en su temprana juventud, un pueblo donde los olivos, los viñedos y algarrobos dominan el seco paisaje, este escritor rememora sus días infantiles, mezclando personajes y hechos pasados, a veces aportando imaginación; en su remembranza sugiere a un amigo de aquella época al que supone aún viviendo en el pueblo, que añada, matice o mejore las distintas historias que le envía, con la intención de pergeñar una última novela, puesto que ya no desea seguir escribiendo, y casi considera estas memorias como su testamento literario. Sin embargo, no es el niño y futuro escritor el protagonista de esta narración. Es el narrador que cuenta lo que vio, lo que le contaron o lo que imaginó a partir de ambas situaciones, siendo como un personaje más, más bien un mero figurante, un observador cuya participación directa solo se produce incidentalmente.
Si bien recrea una gran variedad de personajes, a cuál más disparatado y sorprendente, la vida de ese pueblo imaginario gira en torno a una numerosa familia que, procedente de Flandes, recala un día en Las Almazaras ante la sorprendida y curiosa mirada de los vecinos, alterando novedosamente la vida de la población. Una familia de llameantes pelirrojos, doce hijos y una hija, que bajo la dirección de un padre con pinta de san Antonio (y que recibe inmediatamente ese sobrenombre) y una voluminosa madre con talento adivinatorio pero con demasiado sobrepeso, se instalan en una destartalada granja que han comprado por cuatro perras en los años de la posguerra española, convirtiéndola en toda una factoría con clima propio.
Las aventuras de la familia van Vogelpoel mantienen al lector en constante regocijo y divertimento, porque no solo cada uno de los miembros tiene su historia personal y desternillantes o curiosas anécdotas que contar, sino que su misma presencia hace que la vida del pueblo gire en torno a sus ocurrencias, iniciativas y percances. Estos flamencos de impronunciable apellido pajaril son inmediatamente bautizados como los Pájaros, y numerados por orden de nacimiento, ante la incapacidad andaluza de reproducir sus nombres. Su granja se convierte -por esa magia de la literatura, que transforma la geografía y la misma ciencia meteorológica-, en una especie de “pequeña y húmeda Holanda” encapsulada en un secarral andaluz donde la solanera derrite al más pintado. Los Pájaros conforman un mundo propio, aunque ciertamente se integran en el pueblo desde casi el primer día, sin dejar de mantener su identidad, el color de sus melenas y su endemoniado idioma natal, permanentemente acompañados del clima holandés allá donde vayan, respirando, como diría Wittgenstein, “su propio oxígeno”. Concursos de canto pajaril, fiestas con globos, partidos de fútbol, recogida de aceitunas o de uva, elaboración de cerveza holandesa, cría de jabalíes …los Pájaros no paran.
Los recuerdos de infancia del otoñal escritor se ven aumentados por los de un viejo convecino, al que encuentra -cincuenta años más tarde- en un hotel de Buenos Aires, transformado por la edad y la bien ganada riqueza, con el que pasa una agradable y jugosa velada recibiendo más detalles de aquella época, tan lejana ya. Y así, va desgranando relatos, van apareciendo personajes, todos ellos a cuál más sorprendente, como el cartero Buenaventura Picatoste y su camaleón Hermes; el tío Modesto el ebanista, y su enloquecida esposa Rosamunda, empeñada en encalarlo todo; la niña Fortunata con genitales bífidos, que subyuga a los gemelos pelirrojos; la Pajarita cuyo cuerpo funciona como zahorí cada mes; Trini, el desdentado que ejerce de “mamón”; el maestro don Tarsicio, triste latinista; el prepotente alcalde y los dos Agapitos; el acuarelista alemán, el chimpancé que trae consigo el padre Pájaro; el manejo de la trompeta como lenguaje del Mudo (el noveno Pájaro)…y muchos más, que van apareciendo y desapareciendo, relacionándose unos con otros y resurgiendo con nuevas historias.
Los relatos, unos divertidos, otros dramáticos, en general, son todos muy tiernos, porque la mirada del escritor no es vengativa, sino nostálgica, cargada de ternura hacia lo que ya pasó o lo que pudo pasar, consiguiendo que el lector siga pegado a las páginas sin resistirse a las disparatadas salidas de San Antonio, cada vez más sorprendente, siempre tratando de mantener a su cuantiosa prole, ideando mil y una añagazas para conseguir comer cada día, y siempre con el apoyo de sus vecinos, que han pasado de la sorpresa inicial a considerarle uno más, a pesar de que el clan pajaril mantiene su identidad propia.
Toda la narración rezuma ironía, buen humor, y ternura, además de estar escrita en un lenguaje ameno y sugerente, muy correcto, cargado de reflexiones sobre la propia literatura, y sobre el paso del tiempo, tema que recorre toda la novela, desde el principio hasta el final, se ve representado por distintos elementos simbólicos, como el famoso reloj de San Antonio, que solo cuenta doce horas al día, por lo que cada hora vale por 120 minutos…en suma, esta novela agradará al lector y es altamente recomendable.
Fuensanta Niñirola