En la perenne búsqueda, el escritor convoca a toda su vida (todo su bagaje de lecturas, de emociones más o menos arrinconadas, de sus desvelos de pensamiento) para solicitar ayuda, compañía, un interlocutor que, siendo espejo, amaine su gesto si es posible para hacer que la escucha sea generosa.
Pero he aquí que, en esa necesidad de escucha hacia sí, existe, implícitamente (tal es la condición del escritor, de la escritura) una voluntad de transmisión, de traslado del testigo en aquello que se ha vivido, que se ha pensado y que, a solas, se considera que en ello pudiera haber algo de provecho que para que otro continúe el camino.
Poco se ha manifestado, más para mí tengo que una de las cualidades que no se le ha de negar al que escribe es una generosidad transmisora que en algo se asemeja a un sobrevivir donador, una forma biológica de defender no solo lo que se ha tenido como bueno, sino el hecho de seguir haciendo camino para el decir, para el cantar.
La forma en que esto se exprese es única (ha de ser única) y en el caso del autor que nos ocupa ha demostrado ya en sus libros anteriores un deseo de riqueza de materias, de vínculo con todo lo que suponiendo vida, suponga también compromiso, comprensión. De ahí que el registro en este libro sea rico, variado, y pocos lectores podrán sentirse no aludidos: “Al concebir se delimita tanto como se propaga” a sabiendas del lector que no siempre es preciso lo transmitido toda vez que distinto es el destinatario: “Nuestra cultura moral descansa en la represión masoquista del instinto y en la hipertrofia alambicada de la conciencia”
El destinatario es el caminante, todo el que pasa, y en tal consideración el autor abre su zurrón para expandir haberes que unos granarán y otros no. Pero ha de haber grano que sementar: luego cada cual elija, tanto el dador como el receptor: “La soledad contemplativa predispone a la creación y a la autodestrucción”
Cuando se narra, al fin, cuando se cuenta o canta o dice se exponen modos de entendimiento de la vida. El autor es, con consciencia, una forma de ser; y de ser hacia los otros. Esos otros que conforman al que dice, al fin.
“La luminiscencia se va de las visiones para entrar, una vez amortiguada, en las ensoñaciones” Lo que llamamos realidad se confecciona nuevo cada segundo, y ahí el estar implica necesariamente el ser. Dar y recibir como un ejercicio de solidaridad, y de percepción a la que necesariamente se alude: “La máscara daba miedo, pero el enmascarado, oculto tras ella, aún más. El mayor terror se encuentra siempre al otro lado.”
Al fin, el eterno juego de la consciencia y el avatar, la dependencia hacia el vínculo que cada cual asuma y propague, siempre bajo la premisa de que “No existe una experiencia mística dentro de la religión; sucede simplemente que, de no ser mística, por fuerza desaparece la religiosidad”
Y la vida continúa, lector, siempre hacia la pregunta, a la que pretende retener una hipotética respuesta (sin conseguirlo)