La primera obra de esta trilogía –obra publicada con anterioridad, aportando ahora como novedad a este libro los dos últimos títulos-, recuerdo, lejanamente, que me había causado una doble impresión: por un lado la pericia y precisión narrativa de la trama, y de otro lo un tanto confuso de esta misma trama, donde la culpabilidad –tantas veces moral, o no totalmente explicitada como acto- quedaba desvaída dentro de un delito que generaba por sí un ambiente de introspección (en los elementos y en los personajes) algo velado. Esto es, no había una trama concretamente definida con un final explícito y concreto, tal como se podría esperar de la lectura.
Era, creo, una voluntad descriptiva deliberada por parte de este autor que es un mago de los detalles y de la intencionalidad moral de sus personajes; al contrario, por cierto, de lo que fue aquella otra novela donde narraba la larga y truculenta historia de Anthony Blunt, el afamado crítico de arte, espía y muy próximo asesor artístico de su majestad la reina.
En el caso de las novedades que aporta este libro, es evidente el magisterio lingüístico del autor, así como el apoyo en los pequeños detalles casi insignificantes –siempre, por ejemplo, los efectos de la luz- amén de la original fluidez de la trama, aquí o allí aportando algún recurso que alimenta la intriga. Y, siempre, esa atmósfera convocadora que distingue su estilo.
Por citar un pasaje, una referencia válida para el lector atento, valga este pasaje de Fantasmas, la segunda parte de esta trilogía: “Era raro estar allí sentado en esa quietud imprevista en mitad de la nada. El campo tenía un aire sorprendido y desaprobador, como si con esas paradas inoportunas estuviésemos violando una norma general del decoro; un profundo silencio se cernía sobre los campos y los árboles se agitaban inquietos, con el frufrú de sus sedas, en el aire suave y barnizado” Hay una sutileza en el describir que concita atención interior, casi confidente.
Banville es un escritor eficaz, sensible, minucioso y profundo. Él mismo, recordando a Nabokov, considera que “en los detalles está la verdad” Si uno vuelve, en un momento dado, sobre la frase o el párrafo que le ha llamado la atención (lo que equivale a decir que ha conseguido implicarle íntimamente en la trama) pronto advierte que nada ha sido casual. Y no solo la expresión, el modo de decir, sino aún el lugar y el significado que tienen y poseen cada una de las palabras.
Ahí, en el reparar en ese matiz que, en ocasiones, tiene mucho de pictórico (el autor quiso orientar en su juventud su vocación hacia la pintura, según afirmó a una pregunta que le formulé en su día), ahí reside la apreciación del detalle que muchas veces reclama la atención pero no desvía esencialmente de la trama. Ésta, por lo común, concluye en un hecho concreto que está implícito, digamos, en la sutil psicología que el autor va desplegando mientras desgrana los argumentos interiores de los personajes. Un juego minucioso de clara y rica literatura
La lectura, así, resulta siempre vinculante, incisiva, algo que Banville cultiva, y con ello cautiva sin previo aviso, como debe ser. No en vano dijo de él el exigente Steiner que es “el estilista más elegante de la lengua inglesa”