A pesar de la consideración que se pueda tener hacia la condición de cómico del autor-actor (y considero que viene a cuento el doble calificativo por cuanto, tal como le comentó un día su representante: ‘preocúpate de ser como eres, y no tanto de los guiones. La gente se ríe por tu forma de presentarte, de ser’), lo que tenemos ahora delante es un libro. Un libro marketing, un libro liberador de agravios. Y, como tal, el texto se lee con amenidad –Allen es un hombre inteligente e ingenioso, con un curioso y atractivo punto de observación de la realidad-, pero por esa intencionalidad más o menos disimulada, la lectura es un poco monocorde, tal vez demasiado prosaizada cuando él tiene cualidades suficiente para mostrarnos también el lado poético, de matiz, de esa realidad transmitida ahora.
Cuando comienza contando su historia (y esta historia tiene algo de curriculum matizado y autodefensa a la vez) lo hace de una manera un tanto ingenua, como siempre nos parece él: “A pesar de la manera en que me batí en retirada sobre el escenario y de la timidez con que recibí las carcajadas y los aplausos, algo debí de hacer, porque al día siguiente empezaron a llegar ofertas”
En el comienzo de su actuación sobre los distintos escenarios (alguien ha pensado que la propia vida tiene algo de escenario para él) contaba con escasa edad; era un adolescente. Y las palabras de su representante habían de resultar premonitorias: “Si el hombre les cae bien, ya está. En caso contrario no triunfarás ni con los mejores gags” Y el secreto de su éxito hasta hoy acaso haya sido ese, que, siendo un hombre de figura quebradiza, escuchimizado, por su mirada o sus gestos o su lenguaje cae bien. Características personales que no debe hacernos ignorar la inteligencia penetrante que tiene como observador de lo cotidiano; la externa y la interior al individuo como comportamiento sicológico.
En el libro, la propensión a considerar al humano como próximo al sufrimiento y no sólo al humor, lo manifiesta aludiendo a una cuestión personal, cual fue la denuncia –luego no considerada judicialmente- que sobre él pesó de supuestos abusos sobre una hija adoptiva, denuncia formulada por su propia mujer, Mia Farrow: “Una de las cosas más tristes de mi vida es que me hayan obligado a perderme los años en que Dylan fue creciendo y que yo no pudiera hacer más que soñar que la llevaba a pasear por Manhattan y le mostraba las delicias de París y Roma (…) ¿En todo caso pensáis –aquí alude a su lector como afín o interlocutor válido- que aquella fue (en principio) una decisión judicial justa teniendo en cuenta las opciones que había? Yo considero que no solo fue un acto deliberadamente cruel hacia mí, sino también catastrófico para Dylan” Una queja testimonial a modo de expediente, por ello algo farragoso.
Sin embargo, cuando hacia el final retoma un discurso racional y consciente es cuando da, creo, la medida del hombre que pretende hacer balance de sí y, al tiempo, de algún modo, justificarse ante sus fieles adictos, tantos de ellos, tal vez, quebradizos de ánimo como él por el trato recibido de la realidad: él no lo ignora. Es cuando escribe: “A lo largo de mi vida he escrito escenas para cómicos de clubes nocturnos, he hecho guiones para radio (…) he escrito para la televisión, he sido protagonista en una producción de Broadway, he dirigido una ópera. He hecho de todo, desde boxear con un canguro en la tele hasta llevar a escena a Puccini. Eso me ha brindado la oportunidad de (…) conocer a jefes de Estado y a toda clase de hombres y mujeres inteligentes, tipos ingeniosos, actrices encantadoras (por ejemplo, la sugerente Diane Keaton que le acompañó en la película Annie Hall, una de las más interesantes, para mí, del autor) Mis libros se han publicado –acaso cualquiera de estos por encima de la calidad literaria y artística de éste. Si muriera ahora mismo no podría quejarme… como tampoco se quejaría mucha otra gente”
El caso, se me ocurre, su madre, en la lejanía, tal vez sí. Ella fue la primera en sospechar sobre el equilibrio mental de un crío tan raro; por eso le llevó al psiquiatra, y cuando éste le preguntó al mequetrefe qué es lo que le preocupaba éste le respondió: “verá, es que yo creo que el mundo se ensancha y se ensancha”… Fue el momento en que su madre, muy sensata, le interrumpió: “Y si se ensancha a ti qué te importa”
Pues eso. Pero no era cuestión de hacerle caso en ese momento, claro está, aunque madre no haya más que una.