“La mayoría de nosotros solo tiene una historia que contar. No quiero decir que solo nos suceda una vez en la vida: hay incontables sucesos que convertimos en incontables historias. Pero solo hay una que importa, solo una que a la postre vale la pena contar. La que cuento aquí es la mía”. Así se expresa el narrador de la última novela de Julian Barnes, un texto barnizado con la elegancia con que el autor acostumbra a dar lustre a la melancolía que desprenden sus obras.
La que se cuenta aquí es la historia de la relación entre un joven universitario y una mujer casada que comparten zona residencial y acaban coincidiendo en el club de tenis. Nada nuevo quizás, pero Barnes nos lo cuenta como si fuera la ocasión fundacional en la que la inconsciencia de la juventud se cruza con la seguridad de la madurez, para crear una burbuja cuyo estallido se anuncia y posterga en la narración.
A sus diecinueve años Paul, el narrador y protagonista, desprecia las convenciones y servidumbres que, para él, acarrea la condición de adulto. Y en consecuencia extiende esa aversión a los miembros de una generación que se somete a ellas sin la menor resistencia, pero de la que excluye, a pesar de sus cuarenta y ocho años y dos hijas, a Susan.
Paul mira hacia ago al cabo de los años apelando a la comprensión del lector/oyente, consciente de que la memoria tiene sus propias reglas para priorizar los recuerdos. Esa es la excusa perfecta para que Barnes administre datos y situaciones sin atender a cronologías precisas, hasta componer la imagen del campo de batalla donde se dirime la felicidad de la pareja. En él tienen cabida los padres de Paul, los escandalizados miembros del club, el marido que ha permitido la persistente presencia del joven en su hogar, o la solitaria amiga de Susan, derrotada tras haber fracasado en una relación inversa a la que ahora se niega a juzgar y en la que ella fue la parte más vulnerable.
Aunque lo que va a decidir el resultado del conflicto va a ser la devastadora irrupción de un elemento hasta cierto punto inesperado: el alcohol, compañero de fatigas y alivio de ansiedades. Ahí es donde la capacidad de análisis y reflexión del autor se ponen al servicio del protagonista para permitirle comprender los pormenores de una historia que le supera, y en la que la narración va pasando con toda naturalidad de una primera persona pasional a una segunda expositiva, para terminar en una tercera con vocación de objetividad y recuento de bajas.
Barnes es el miembro más veterano de aquella generación de autores británicos que surgió en los ochenta y a la que también pertenecen Ian McEwan, Martin Amis o Kazuo Ishiguro. Que algunos lo consideren literariamente afrancesado y que su primer gran éxito fuera ‘El loro de Flaubert’, no debería llevarnos a pensar en Susan como la Bovary de los años sesenta de la liberación sexual, aunque por momentos Paul sí que parece recordar al Adolphe de Benjamin Constant.
Lo que sí es constatable es la reiteración aquí de una idea ya expresada por Barnes en su anterior novela, ‘El ruido del tiempo’, en la que ponía en boca de su protagonista, el compositor ruso Shostakóvich, una sentencia tan amarga como demoledora: “Las ilusiones (…), incluso cuando han muerto, siguen pudriéndose y apestando en nuestro interior”.