Pepita no sólo es el hiperbólico y desmadrado debut a la novela del genial y polifacético cantante de Los Toreros Muertos, sino que es un hilarante y por momentos lisérgico viaje hacia interior de nuestras pasiones: la codicia, el amor, el fornicio, la picardía, el hambre, la estulticia, la nobleza, la necesidad y un largo etcétera. Todo vale si se trata de saciar un apetito, ya sea carnal o material, aunque no todo se puede comprar, el corazón de Pepita no tiene precio.
Con un ritmo acelerado y en breves capítulos, Carbonell construye una novela nada inocente parar leer a mandíbula batiente. Los diálogos ingeniosos y las escenas descacharrantes son el vehículo en el que viaja, a lomos de la carcajada, un humor tan ácido como inteligente. A medio camino entre el cáustico cine de Berlanga y la incisiva astucia de los Monthy Python, Pablo Carbonell le da alas a un taimado narrador que, con constantes intromisiones y guiños al lector, hace reír y pensar por partes iguales. El bregado humorista sabe muy bien que la risa siempre busca algo más que la propia autocomplacencia. Y por eso hace de la provocación su bandera, para desnudar todas nuestras miserias y, con suerte, alguna de nuestras virtudes. O al menos, las de Pepita, y que sirvan de ejemplo.
¡Pasajeros al tren!
En un bucólico y reseco pueblo llamado Riocochino, un puñado de almas se calienta al tibio sol de la escasez y la necesidad. Entre las cochambrosas ruinas de un supuesto castillo templario, los laberintos de una gruta llamada Cueva del Agua y las galerías abandonadas de la explotación minera, no parece haber mucho entusiasmo por frenar un abandono que parece ya una tradición.
Sin embargo, Pepita, de melena azabache que brilla con luz propia, está siempre ocupada. Y muy solicitada. Ella oficia de guía turística y suporta el acoso del rijoso párroco del pueblo, que la quiere librar del pecado sometiéndola al servicio privado en su morada. Y cuando no es el cura es entonces el paleto y poco higiénico magnate porcino de la región quien la pretende. Atanasio, el señor de los cerdos, la corteja, y lo que es peor: cuenta con el beneplácito de Curro, el padre de Pepita. Un pobre diablo dispuesto a escapar de la ruina y el hambre a cualquier precio. Incluso a costa del malvender a la niña de sus ojos en casamiento concertado.
Curro, secundado por su hijo Tarugo, regentea el bar fonda del pueblo, pero la caída de la afluencia turística condena de antemano el futuro de la empresa familiar. Y para colmo de males, Pepita no parece dispuesta aceptar los planes matrimoniales que le quieren imponer. Así las cosas, arriba un apuesto cowboy a la región, en cuyas ceñidas cartucheras no lleva balas, sino tubos de ensayo. Las especulaciones están abiertas. ¿Se trata de un activista medioambiental? ¿Es un científico dispuesto a rastrear en el río el origen de la vida en la Tierra? Quizá quien le robe el corazón a Pepita, si no se da el caso de que el enamoramiento sea mutuo, porque el vaquero americano, que habla español como un nativo de Lavapiés, también tiene su atractivo.
Y la aventura no ha hecho más que comenzar, porque entonces Curro y su brillante hijo tienen una genial idea: echar a rodar la bola de que hay oro en la región. Tanto oro como el que puedan soñar todos los incautos atraídos por la estafa y dispuestos a dejarse los dineros en la fonda de Curro. Pero, ¿cuál es la pepita que más brilla en Riocochino? ¿La de oro o la muchacha del cabello azabache?
Hasta aquí se puede contar, a riesgo de spoiler. Y ante cualquier reclamación, diríjase usted al sinvergüenza que firma esta historia. Sin vergüenza, sin pudor y sin freno alguno, porque Carbonell lo deja todo sobre el papel como acostumbra a hacer sobre las tablas.
Dramatis presonae
Pepita: Curvas rotundas, negra cabellera, nívea piel y pura lozanía. No todo lo que brilla es oro en la protagonista de esta novela, sino el brillo incandescente del deseo.
Curro: El padre de la belleza del pueblo es también el arruinado dueño de la única fonda y está dispuesto a todo para prosperar.
Tarugo: Descomunal tarambana, hijo de Curro, cuya imbecilidad congénita lo convierte paradójicamente en un razonador imbatible.
Atanasio: Modesto magnate de la industria cárnica o marqués de las piaras, tan afecto a Pepita como desafecto al agua y el jabón.
Doña Urraca: Sufrida viuda, madre de Atanasio, entregada a la cocina y al cuidado de su vástago, aunque puede que oculte una ardorosa pasión.
Malaquías: El olor a azufre que le precede, no se debe a su penetrante halitosis, aunque también, porque debajo de su sotana el párroco esconde una cola.
Vaquero: Cowboy sin caballo y científico en prospección sin instrumental, el forastero príncipe azul de Pepita se llama en realidad Martin Martín.
Hastum: El infaltable “morito” del pueblo se dedica a propagar su salmodia incomprensible a donde quiera que vaya y, por supuesto, a complicarlo todo.
Adioni e Imanol: La máxima autoridad de Riocochino es esta dupla de acharolados guardias civiles en tricornio obsesionados por quitarles los puntos del carnet a quien se ponga a tiro.
Algunos fragmentos…
«¿Este hombre es real? Por qué no iba a serlo. Tiene treinta y dos años y calza un cuarenta y cuatro. Esto es una novela. Yo soy el que narro. Mejor dicho, el que narraba. Le cedo la palabra a un joven tarambana que sostiene un micrófono junto al maquinista. Yo miraré por la ventanilla».
«Junto a él está el cura, don Malaquías. ¡Glups! Don Malaquías es el malo de la novela. Su voz es chillona, pero disimula pronunciando sus sentencias con esa beatitud que han copiado tantos políticos de la post Transición».
«En el suelo observa un riachuelo que cambia a color tinto. El vaquero –qué ganas tengo de ponerle nombre–, con la punta de las uñas sucias pero fuertes, extrae de su canana seis pequeños tubos de ensayo».
«Atanasio le pasa el chorizo por debajo de la nariz. Pepita lo aparta como si fuera a mancarse y se queda con él en la mano observando aquel cilindro cárnico con una mezcla entre pudor y apetito. –Muchas gracias, Atanasio. Un regalo muy romántico a la para que elegante. No esperaba menos de ti».
«–Es verdad –interviene Tarugo–, se empieza haciendo las tareas de la casa y se acaba en la tele haciendo poses, así, como afeminados, ¿os habéis fijado? En la tele cada día hay más y más de esos. Venga y venga. No salen más que cocineros. Cuanta más hambre, más cocineros».
«El rictus perverso de Malaquías pasa de la soberbia a la lujuria, pecados capitales que han sido motor del desarrollo demográfico desde que el mundo gira. –¡¿Tu hija?! Más te valdría que la pusieras a trabajar en una casa decente. Una casa como la mía. Ya sabes que Úrsula, la barragana que me atendía, se murió. Empezó a engordar, se volvió malencarada y un buen día la llamó a su presencia el Sumo Hacedor, que debe de tener un estómago semejante a su bondad infinita. Le entraron unas fiebres de no sé qué y de un día para el otro se fue para la fosa de cabeza. La muerta al hoyo y la viva al bollo, como se suele decir. Pepita…, ay, Pepita».
«–Este otro marrano es Verdón, que le tiene celos a Pitoniso y para mí que le hace un poco de bulling. A aquel le lleno Carbonell, porque canta igual que el cantante de Los Toreros Muertos y, bueno, no te quiero aburrir, ya los irás conociendo a todos».
«–La sartén, como a los hombres, hay que cogerla por el mango. Y eso que yo tengo buen carácter, pero chuminadas las justas. Si una mujer no sabe de sartén que la den, así decía mi abuelo, un sabio. Mira, mientras yo voy poniendo la mesa vamos a picar estas cebollas, y estas cebollas, y estas cebollas. –Urraca coloca delante de Pepita una docena de cebollas».
«Tarugo, ¿por qué no te vas a hacer algo fructífero? Me mata de pena verte ahí con toda la vida por delante y sin hacer nada. –Eso no es cierto. Me estoy fijando en cómo hacen las telarañas las arañas. Eso es productividad, pasiva pero productiva».
«–Una fiebre del oro, como una fiebre del oro en las películas del Oeste. Qué idea más brillante, papa. Una fiebre del oro. ¡Una fiebre del oro! ¡Yiajaaaa!»
«Curro se dispone a coger el teléfono cuando ve que en la puerta del local acaban de aparecer casi por arte de birlibirloque Andoni e Imanol, dos jóvenes guardias civiles enviados a ese confín a impartir justicia, proteger la ley y subir la testosterona de la comarca. Andoni e Imanol lucen dos beneméritos bigotones marca de la casa que atusan con primor. Ambos hablan con un fuerte acento de Bilbao, motivo de orgullo y lucimiento añadido que realza el empaque de uniforme verde y el acharolado tricornio».
«–Papá, te quiero, y nada me gustaría más que verte feliz, pero es que no te das cuenta de que después de que entre en su mundo me echa llave, me quiebra la pata y me ata a la cocina. Los hombres como Atanasio están cortados por ese patrón. ¿No lo ves?»
«–¡Tienes la polla fosforita!» |