Eduardo Lago: ciudad de multitudes, la más solitaria de las ciudades
José de María Romero Barea
La frecuentación de la mejor literatura nos permite asimilar otras formas de vida. En contradicción con el enunciado anterior, la inane prosa de los suplementos culturales, sus tristes alabanzas de prescripción, sus análisis que adoptan la forma, invariablemente, de un locus amoenus. Estos artículos literarios se basan, por el contrario, en una verdad enriquecedora, pero también desconcertante: “Vivir en Estados Unidos en el nuevo milenio no es estúpido o trillado o sentimental; la emoción y la espiritualidad son cosas que hay que alcanzar en la escritura realizando un enorme esfuerzo” (“Una conversación inédita con David Foster Wallace”). Los argumentos involucrados en este volumen son vitales, absorben la realidad, hasta transformarla.
Leer la colección de ensayos Walt Whitman ya no vive aquí (Sexto Piso, 2018) nos permite abordar la naturaleza de una paradoja: cómo ordenar nuestros sentimientos en el desorden de la experiencia, cómo llegar a la libertad a través del camino hiperconsciente de la instrucción. El escritor y traductor Eduardo Lago (Madrid, 1954) se ocupa de toda una tradición, la estadounidense, de una ficción posmoderna, “(…) consciente de sí misma en cuanto que ficción (…) al mismo tipo que cuenta espléndidamente historias que nos hablan de la vida, no sólo del arte de contar historias” (“Una conversación con John Barth”). No se pretende, sin embargo, resolver la controvertida cuestión de la apropiación solipsista; no se decide quién puede decir qué, cuándo y cómo. Más bien, se logra dar voz a una experiencia integradora, mientras se nos concede la claridad necesaria para navegar a través de la abigarrada cultura norteamericana.
En la primera parte, “El país de las últimas cosas”, el novelista de Llámame Brooklyn, (2006) abandona inhibiciones, destierra malas conciencias, acecha interioridades. Consciente no solo de nuestra presencia, sino también de la liberación que proviene de jugar con lo observado, trata de liberarse de las obligaciones de inevitabilidad. En sus ensayos, los autores son personajes que a su vez son ellos mismos, en lugar de representaciones atrapadas en circunstancias históricas: “En la era del entretenimiento, sometida al imperio de la imagen, los novelistas llevan todas las de perder. Buscando la manera de dar la vuelta a la situación [Jonathan Franzen] dio con una fórmula paradójica (…) volver a los modelos de Tolstói o Dickens. Ajeno a este tipo de planteamientos y preocupaciones, aquel mismo año David Foster Wallace dio una respuesta de orden práctico con la publicación de La broma infinita” (“Paisaje antes de la batalla”).
Sus piezas de crítica afectan una categoría de escritura cuya preocupación se centra en la inspección, más que en la invención. “A la sombra del lenguaje (Don DeLillo: Submundo)” supone una suerte de subversión inversa: en nuestra era de celebridad en masa, el madrileño libera a sus criaturas de las demandas editoriales para ofrecernos una visión general, alejada de la interesada reducción de los semanarios ilustrados: “Cuando la novela entre en internet, la idea de que todo está conectado deja de tener valor metafórico (…) el narrador se queda a solas, con el ordenador apagado, sin personaje, a la sombra del lenguaje humano, meditando sobre el sentido de la palabra”.
La percepción de Lago opera no solo hacia el exterior sino también hacia el interior. Evalúa, conoce, discierne, escucha y ve, consciente de su propio lugar entre las obras analizadas. Las exégesis de “La ciudad de las historias”, segunda parte del conjunto, aluden al parentesco entre lo notable y lo seductor que se da en La Gran Manzana. El artículo “Dos visiones de Doctorow” confirma al que fuera Director del Instituto Cervantes de Nueva York como un escritor que afina su capacidad de percepción en una invitación permanente a la lectura, un placer corporal abarcador, no una operación mental abstracta: “Leer un cuento de Doctorow es una experiencia (…) desasosegante. No falta nada en estos relatos, y, sin embargo, dejan en el lector una desazón muy profunda, como si exigieran que ocurriera algo más, cosa que de hecho sucede, sólo que, extrañamente, lo hace fuera de los confines de la página”.
La agudeza de escrutinio permite al Premio Nadal de 2006 deconstruir la auto-participación a través de la lente del filósofo: “Manhattan es la ciudad de las historias, contadas a veces sólo con imágenes, historias de personas y edificios, historias de silencio y soledad (…) la ciudad de las multitudes es también (…) la más solitaria de las ciudades” (“Delirios de Nueva York”). Mundos virtuales informan una realidad que, no ficticia, tiende a ser mediada. Nada en estas páginas puede clasificarse como un mero informe del desordenado mundo transitable. No gusta el erudito de acomodarse en el lugar común. En vez de eso, participa en viajes alrededor de la literatura anglosajona desde su escritorio.
De lleno en nuestra reconquistada cultura binaria, donde los argumentos adoptan el blanco o el negro, según convenga, nada más procedente que la respuesta creativa de Whitman, misivas de una época desesperanzada que hunde sus raíces en lo alienado a modo de compensación por la contingencia radical de lo ficticio. A ello, el catedrático de Literaturas Hispánicas del Sarah Lawrence College (NY) contrapone omnívoras conferencias que exploran lo autobiográfico como forma de romper tabúes autoimpuestos sobre la primera persona. Su entusiasmo fulmina las reglas, disecciona y reduce los textos a redes de señales verbales que rinden homenaje a lo que adoran.
Sevilla 2018