Puede que sus obras parezcan a primera vista ligeras y sin pretensiones de trascendencia, pero Jean Echenoz (Orange, 1947) maneja un humor tan inteligente y un sentido de la parodia tan penetrante que, dándole vuelta a las apariencias, es capaz de situar a sus personajes ante el discreto abismo de sus existencias.
Complaciente con las expectativas del lector avisado, Echenoz despliega en su última novela, Enviada especial, todo el arsenal estilístico que lo hace inconfundible. Nos referimos, por ejemplo, a esa complicidad que es capaz de crear con el lector a través de un narrador omnisciente que se dirige a aquel para explicarle, situarlo, sorprenderle y, si es preciso, reconvenirle. Un recurso que no por usado, y si el tono es el adecuado, deja de convocar la sonrisa, y que viene a ser el equivalente, en el terreno cinematográfico, a la mirada a cámara y al aparte que un actor hace con el espectador invisible.
La precisión de Echenoz cuando realiza algunas descripciones y su distraída demora en los detalles, derivan con frecuencia en sendas parodias por exceso. Así, podemos encontrarnos con adjetivos tan rebuscados como certeros: “sonrisa anfibológica”, “lluvia percutiva”, “rotonda períptera”, o recibir una información irrelevante matizada con algunos datos técnicos que nunca se nos hubiera ocurrido reclamar al narrador. Por su parte, no es la primera vez que el vuelo de una mosca atrae la atención de este, invitándonos a seguir su arbitrario recorrido, o que se recrea en algún elemento accesorio o fuera de cámara: se trata de un cómico remedo de la técnica de ciertos autores del realismo ‘minimalista’.
Se ha referido en alguna ocasión Echenoz a la facilidad de Dickens para presentar a ciertos personajes comparándolos con objetos. Él, además de usar ese recurso, puede dotar a animales y objetos de una humanidad hilarante: aquí nos muestra a un envanecido mirlo con veleidades de estrella, a un podenco cargado de prudencia y disimulo, o a un taladro desplegando sus aptitudes musicales.
Hasta aquí los rasgos formales que hacen reconocible, por su divertido envoltorio, cualquier texto de Echenoz, sin olvidar su recurrente predilección por recrear diversos géneros literarios o cinematográficos. El elegido para Enviada especial es el de la novela de espías, pero nada que ver con lo último de Javier Marías, especialmente en cuanto a la eficacia y el rigor de los Servicios Secretos, aunque aquí la agente protagonista sea también reclutada por vías poco ortodoxas. Su misión consistirá en infiltrarse en la Corea del Norte del líder supremo Kim Jong-un, a la que llegará después de un entrenamiento nada convencional y arropada por unos compañeros impredecibles. Identidades que se superponen, afinidades inesperadas, acciones desesperadas, a todo se recurre aquí para mejor hacer implosionar el género, usando como carga explosiva la humanidad de sus solitarios personajes.
Algo especial, extraordinario, debe tener la obra de Echenoz para hacerse merecedora de premios como el Médicis de 1983 por Cherokee, el Europa en 1990 por Lago, el Goncourt de 1999 por Me voy, o el François Mauriac de 2006 por Ravel. Si aún no lo sabe, puede que este sea el momento de averiguarlo.
Arabia (incluyendo La Meca) y el África oriental o Tombuctú hasta arribar a Siyilmasa, en las proximidades de Fez.
Un extenso (en superficie) e intenso (en devoción) itinerario por la cultura del Islam, en aquel momento una de las culturas más florecientes del mundo conocido. Por tales razones la lectura de este libro es un rico legado para los sentidos por lo minucioso de las descripciones, por el lenguaje claro y expresivo que nos aproxima a lo sentido por el viajero, y por la variada identidad de los lugares distintos por donde ha transitado.
Así, nos habla del desierto “en el que los beduinos árabes se dedican a robar a los viajeros” y que, debido al viento simún que sopla en él en verano “mata a todos los que encuentra a su paso. Me contaron que cuando este viento mata a un hombre, al ir sus compañeros a lavar el cadáver, todos sus miembros se separan del cuerpo”. Otras veces la descripción es más prosaica: “los reyes de esta país (el sultán de Ladiq) tienen la costumbre de ser humildes con los viajeros y hablarles suavemente, pero dan pocos regalos”
Tal vez quepa señalar, una vez más, que el ánimo por el viaje le haya venido por educación paterna, pues su padre, en más de una ocasión, le había recitado (incitando con ello) los famosos versos que hablan de la capital iraquí: “Bagdad es vasta mansión para la gente rica/ y casa de miseria y estrechez para el mendigo/ Anduve perdido en sus callejas/ como un volumen del Corán en casa de un ateo” Estos versos los había escrito un poeta encolerizado con la ciudad, más, qué decir, el camino guarda todo tipo de situaciones, de aventuras. Tal vez aquí, en su imprevisibilidad, resida su seducción, su condición de irresistible para el viajero, para el hombre curioso en el mejor sentido de la palabra.
Una lectura desde luego fecunda, instructiva, emocionante.