Para su última novela, el reciente Premio Nobel Kazuo Ishiguro ha elegido el territorio mítico de una Inglaterra medieval y mágica donde caben dragones, duendes, gigantes y hasta un avejentado caballero de la Tabla Redonda. Sin duda un terreno fértil para sembrar símbolos y ver brotar una frondosa alegoría que, al ritmo de un relato de aventuras, acaba convirtiéndose en una hermosa parábola llena de sugerencias.
Uno de esos símbolos es la constante pérdida de recuerdos que sufren los habitantes de la región en la que habita la pareja protagonista: un par de ancianos que, entre la bruma que nubla sus memorias, aún entrevén la figura de un hijo al que deciden ir a buscar. Comienza así el recorrido lleno de peligros que vertebra la narración, en el que encontrarán a extraños personajes, serán testigos de combates singulares, atravesarán las catacumbas de un monasterio, o se embarcarán en una peligrosa misión que podría curarlos de su persistente amnesia.
Pero junto al deseo de recordar, aparece el miedo a saber y reconocerse en esos recuerdos, porque el olvido es protector y lenitivo, y, a fin de cuentas, las luchas entre sajones y britanos que ensangrentaron la región parecen superadas al desaparecer el deseo de lavar unas afrentas que ya nadie recuerda. Es útil pues, pero es más fuerte el deseo de recuperar la vida vivida en común con el ser amado aunque en ella también se cuele el dolor.
Como cuela aquí Ishiguro una idea que ya aparecía en su anterior novela ‘Nunca me abandones’, especie de ucronía en la que unos jóvenes se preparan para un destino del que solo tienen negras intuiciones, aunque han oído que podrían postergarlo si demuestran, a través de creaciones propias que reflejen su ser profundo, que el vínculo amoroso que los une es verdadero. De igual forma, los ancianos de ‘El gigante enterrado’ podrían quizás vivir en una plácida isla si convencen al barquero, mediante sus respectivos recuerdos, de que su amor verdadero les hace merecedores del viaje en común. La doble duda, sobre la veracidad de los rumores y sobre la superación de la prueba, aumenta la impotencia de los personajes tanto como la tensión del lector.
No se le escapará a este la lectura psicoanalítica que, como en tantos mitos, se puede hacer de esta fábula. Porque en la cueva del inconsciente caben gigantes y todo tipo de monstruos, y desvelarlos puede resultar tan arduo y doloroso como para preferir cubrirlos con la niebla espesa del olvido. O castigarse para expiar inciertas culpas, como hacen los monjes de la abadía a la que llegan los protagonistas, cuando ofrecen sus cuerpos a la rapiña de los cuervos.
Habrá que reconocer, finalmente, que Ishiguro es uno de esos casos en los que la Academia sueca se salta las quinielas para premiar a un autor de calidad contrastada y que, desde que obtuviera el reconocimiento unánime con ‘Los restos del día’, ha ido construyendo una obra tan sólida como única.
Por Rafael Martín
Hermosa experiencia gané con la lectura de esta novela. Fluida, rica en anécdotas y personajes, que van entretejiendo, no casualmente, sus vivencias. Lo que se retrata tras personajes históricos y mitológicos, es la odisea de la vida misma, de cómo seguir adelante a pesar de ella misma y las heridas o caricias que ella misma genera. Un relato para mí valioso y movilizador.