Rose Mary Salum: explosiones de pura determinación
José de María Romero Barea
Una belleza espectral recorre las páginas del poema en prosa que da título al libro: “Mi mamá grita, pero su voz sólo crea un suave oleaje en el agua que me rodea”. Escribe su autora como si su vida empezara con cada línea, con esa necesidad de remover o agitar la poesía para ver adónde puede llevarla o para arrastrar consigo a unos lectores desconcertados o perplejos: “El agua tersa mi piel en un murmuro”. Una densidad consciente de sí misma ilustra la dificultad y los placeres impares de la página. La rugosidad visceral del idioma y la preocupación de la poeta con su funcionamiento permea cuanto anota: “Yo observo. En silencio”.
Leer la prosa de Rose Mary Salum en El agua que mece el silencio (Vaso Roto, 2016) es entrever los intensos destellos de una mecánica disruptiva. Asistimos a la creación del artificio junto a las muchas interrupciones de la creadora mexicana, de origen libanés, que escribe desde algún lugar, cercano o en la distancia, a alguien que puede o no existir. Pero sobre todo hay momentos en los que la profesora de escritura creativa se olvida de sí misma, como hace a menudo Beckett, y encuentra algo interesante o grotescamente divertido en cuestionar su papel de poeta, su verdad o su ficción.
Nada es estable en el texto “La hora”: “El reloj. Apenas dos minutos han pasado, 58 para que la clase termine”. La voz surge desde lo más oscuro mientras se pregunta acerca de su propia existencia o deambula cómica alrededor de sus avatares: su pobreza, su inocencia, su cuerpo, lo mucho que no sabe o no puede imaginar, pero también la redacción de una ficción que exige trucos que ella, no tiene, o no encuentra: “La prisa. Relleno los espacios vacíos. La prisa. El bolígrafo no funciona”. A veces, por el contrario, la interlocutora está en posesión de todos ellos.
Lo auto recreado en forma de incertidumbres radicales es, aparentemente, el tema central del volumen que nos ocupa: el exceso de confianza en el propio método, el miedo y la impotencia de pasajes bruscos de vertiginosa y clara definición. En “El circo”, la autora es la víctima auto-consciente de su propio fracaso. La que sabe muy poco, la que sabe demasiado: “Tiemblo cuando veo a la gente volar sobre el vacío”. Su estilo fluctúa entre declaraciones casuales que resumen y analizan. Se despliega en aforismos sobre la vida y la muerte o sus misterios: “Escucho frenético sin detener mis movimientos. Al contrario, los prolongo hacia el futuro”.
“Horizontal” desvela su conocimiento de la tragedia de las redes sociales: “El Facebook con la cara de Ivette, las fotos de Ivette (…) dice que le escriba. Mejor no contesto”. Sabe la poeta que la existencia digital es esa comedia que se desarrolla en un lugar demasiado real, en los límites que establecen las vidas de sus personajes, un país de la mente y la imaginación, donde las entradas y las imágenes, junto a los cambios de tono y textura, se despliegan en misteriosos cantos de cisne: “Mejor le contesto y me desconecto. Enojo. Siento enojo. ¿Está loca? “¿un cuento? ¿paraké?”.
Premio Interamericano Carlos Montemayor 2017, la originalidad de El agua radica en su técnica, su auto-consciente buen humor. Nada autobiográficas exploraciones de lo que se vislumbra conducen a pasajes en la corriente de la conciencia que se centran en los pensamientos y las acciones. En “Punto de fuga” se retiene o se dice demasiado. Se hacen juicios de barrido e íntimas observaciones: “Las hormigas se enfrentan unas a las otras. Me dan risa. Eso no impide que todo siga como siempre”. El resultado es una meditación sobre dos tipos de impotencia: la primera, la del que tiene las palabras a su disposición, pero siente que, en toda su incertidumbre, se deshacen de él o ella.
No sabe si reír o llorar; en lugar de eso, se mantiene en un estado liminar, formado por explosiones de pura determinación. Por último, la impotencia del que imagina o ve o permite que las palabras, en toda su fragilidad o necedad, evoquen estados de ánimos: “Las hormigas se han olvidado. La maestra dejó sus preguntas inquisitivas, su insaciable necesidad de extraer algo de nosotros, de poner en evidencia nuestra ignorancia”.