Que la versión cinematográfica no haya logrado finalmente premios de la Academia, no le resta méritos literarios al ‘Brooklyn’ de Colm Tóibín (Enniscorthy, 1955), ni menoscabará el entusiasmo de tantos de sus lectores. Como tampoco afectará a las evidentes cualidades de ‘Nora Webster’, la última novela del autor irlandés, el resultado de cualquier adaptación que pretenda explotar exclusivamente las posibilidades dramáticas de su protagonista. Porque aun siendo estas innegables, no agotan la esencia de un texto que se sustenta, además, en la velada interrelación entre los personajes, en la celebración de las virtudes de la soledad, o en la cálida intimidad que destilan sus páginas.
Tóibín regresa de nuevo a los territorios de su infancia en el condado de Wexford, y a su ciudad que era también la de Eilis Lacey, la protagonista de ‘Brooklyn’, cuya madre aparece aquí visitando a Nora, viuda reciente con la carga de cuatro hijos: dos chicos, niños aún, que viven con ella y dos hijas mayores que estudian fuera. Sus problemas económicos la obligan a desprenderse de la casa de veraneo y a retomar el empleo que abandonara al casarse, intentando mantener a sus hijos, con relativo éxito, al margen de angustias y preocupaciones. Así arranca la narración de una historia en la que llevaba años trabajando su autor, removiendo su propio pasado para incorporar en ella personas esenciales y vivencias traumáticas, con la intención tanto de rendir homenaje a unas como de conjurar las otras.
No fluye la comunicación entre Nora y el resto de personajes con los que se relaciona en el cerrado entorno de la ciudad: la entrometida tía con sus textos piadosos; su hermana, integrada en la alta burguesía; la poderosa familia dueña de la empresa a la que se ha reintegrado; los mismos trabajadores de esta; o la amiga inesperada que encenderá su pasión por la música clásica poniéndola en contacto con un exclusivo círculo de aficionados y con una entusiasta profesora de canto. Esa introversión que mantiene a raya los sentimientos se muestra incluso ante sus hijos, sin menoscabo de su protectora, y a veces rabiosa, actitud maternal. Nora es consciente de su asediado aislamiento y lo ve reflejado en el rostro de Ingrid Bergman en ‘Luz que agoniza’, una de las películas que comparte con sus hijos en una escena entrañablemente hogareña ante el televisor.
Y ese distanciamiento del personaje lo transfiere Tóibín al propio texto en una sutil muestra de pericia formal. En una entrevista reciente afirmaba sobre ‘Nora Webster’ que “la novela también crea un juego, porque la incomunicación de mis personajes y su incapacidad para expresar son un espejo de la forma y el tono del libro”. En efecto, la ausencia de un estilo elaborado, la narración directa de lo que percibe la protagonista, la presencia solo latente del dolor y la pena, le sirven al autor para crear esa distancia entre el texto y el lector y, de camino, obligar a este a rellenar huecos, a iluminar las zonas de sombra. Así, podría parecer que detallar los pormenores de una reforma en el hogar carece de entidad dramática, pero el lector comprende que para Nora la elección de materiales o la renovación de mobiliario para crearse un reducto de paz doméstica es tan importante como la compra del estéreo que necesita para desarrollar su nueva afición. Todo eso permite a la protagonista afirmar una independencia y una libertad recién estrenadas de cuyo disfrute a veces se siente culpable.
El texto, además, no informa directamente del tiempo histórico de la narración, ni de su transcurso, es el lector quien debe ubicar la acción a finales de los sesenta y principios de los setenta a partir de acontecimientos que afectan a los personajes: la llegada del hombre a la Luna, cuyas imágenes televisivas deslumbran a uno de los niños, o el conflicto del Ulster, con las protestas en Dublín tras el Domingo Sangriento.
La estrategia elegida por Tóibín no anula, sin embargo, la capacidad de la novela para conmover al lector, ya sea al presentar los esfuerzos de Nora por evitar a los hijos el dolor de la pérdida, o al describir el efecto de esta en ellos: uno con problemas de tartamudez, otro preocupado de forma obsesiva. Tampoco inhibe las simpatías con el compromiso político y social de los personajes, ni oculta la ubicua presencia del estamento católico o la influencia de sus miembros. Pero, sobre todo, Tóibín consigue crear una historia convincente y cercana, centrada en un personaje menos heroico que humano, singular, perdurable.