En su ensayo ‘Mujeres y libros’ Stefan Bollmann hace un repaso de los hitos novelescos que han ido acompañando a la mujer por la senda de la igualdad y la emancipación desde el siglo XVIII. Y aun siendo muchos los emblemáticos personajes reales y de ficción citados, otros menos conocidos quedaron necesariamente fuera de sus páginas. Uno de ellos es Monique Lerbier, la protagonista de ‘La garçonne’ de Victor Margueritte.
La novela, que provocó el escándalo en 1922 y hundió en el ostracismo a su autor, comienza con la dramatización de una situación que, a día de hoy, podría ser el desencadenante de todo tipo de comedias románticas de enredo: la infidelidad del novio descubierta a las puertas del matrimonio y la subsiguiente huida despechada de la novia. Sin embargo, en manos de Margueritte, que le añade al conflicto agravantes como la traición de la inocencia o la prevalencia de intereses materiales, la narración adquiere tintes trágicos para escenificar la rebelión, consciente y decidida, de la mujer ofendida.
Cuando Monique espeta a su prometido: “no soy nada tuyo y yo soy mi única dueña”, está realizando el mismo ejercicio de autoafirmación que otras muchas heroínas de la ficción y la realidad, como la protagonista de ‘El despertar’, la novela de Kate Chopin de 1899, que le insiste a su amante: “Me entrego a quien yo elijo”. Son gritos de independencia que escupen a sus antagonistas masculinos, la expresión de una realidad cuya interiorización no parece aún suficientemente generalizada.
La humillación de Monique se ve acrecentada por la propuesta de sus padres de echar tierra sobre el asunto y evitar así la vergüenza y la pérdida de un suculento negocio con el novio. Pero la protagonista rompe con todo y pasa a adoptar una reivindicativa estética andrógina coherente con su recién estrenada ambivalencia sexual, que muestra, entre otras señas de identidad, un característico corte de pelo masculino. Es ahora ella la que se permite usar a los hombres después de triunfar, con un negocio de antigüedades y decoración, en una sociedad que antes la marginó.
Margueritte, no obstante, suaviza su victoria al mostrarla infeliz y entregada a la depravación en las cloacas de la propia clase dirigente. Ha escogido esa vida de excesos para su protagonista como camino fácil con el que conseguir, de manera incondicional, la anuencia del lector en una condena que a punto está de impugnar también el impulso inicial. Con esto y con el intento de magnificar la distancia entre las ideas teóricas y su aplicación práctica, lo que podría haber sido un rotundo alegato contra la opresión de la mujer a manos del hombre, se convierte, finalmente, en una empalagosa historia de redención. Aunque, a pesar de salvar así los muebles del sistema, Margueritte no pudo evitar su condena social, ya fuera por el erotismo explícito del texto o por haber abonado con sus denuncias un terreno de fertilidad incuestionable.
No debe esto ensombrecer momentos memorables como la escena del descubrimiento del engaño, o las de celos posesivos que soporta la protagonista. Ni la habilidad del autor para dibujar personajes, ya sean despreciables plutócratas, ministros corruptos, escritores agresivos, artistas endiosados o simples vividores de la noche. Sin olvidar que, al menos, queda fuera de toda duda la necesidad de actitudes audaces ante situaciones insostenibles, y que debemos al título de la novela el sobrenombre que singularizaba a aquellas mujeres que, en los años veinte, optaron por manifestar con su apariencia externa sus aspiraciones de igualdad.