Charles Wright: la fuerza de lo insignificante
Por José de María Romero Barea
En los poemas sinuosos y meditativos de Cicatriz (Vaso Roto, Poesía, 2014. Edición bilingüe), el poeta norteamericano Charles Wright (Tennessee, 1935) parece privilegiar la imaginación. En ocasiones, se diría un poeta impersonal, que alude solo a las complejas relaciones entre lo abstracto y lo real, pero es una visión equivocada. Es precisamente su reticencia al mundo (parecida a la de Emily Dickinson), la que impulsa esta colección de poemas simbólicos, más que descriptivos, que huyen de la abstracción.
Veamos la alusión a “la ausencia que los dos / caballos han dejado en la ladera descarnada, / el silencio que pasta como dos formas donde antes han estado ellos” en el poema “Contra la raíz americana”. ¿No es como si la idea de los caballos fuera más querida al poeta que la de los animales en sí? En la composición “Imágenes del reino de las cosas”, sin embargo, Wright parece tener mayor fe en el mundo real que en sus representaciones (“Cuenta los huesos uno a uno, cuenta las motas en el polvo amarillento”).
En el poema que da título a la colección, Wright parece sostener, como Quevedo, que “solo lo fugitivo permanece y dura”: “Todo lo insignificante tiene su propia fuerza, / todo lo oculto, su propia y clara visión. / Así, la hormiga en su escondite, / así el escarabajo pelotero, / y todo el pasado peso del mundo que se echa a la espalda.” El primer plano de los diminutos insectos constituye una imagen inolvidable que es también un manifiesto. El poema “Cicatriz” es pura pintura: una imagen a base de una sucesión de trazos sobre una página en blanco.
La tensión estructural de la traducción al castellano de Carlos Jiménez Arribas alcanza su punto álgido en “Cicatriz II”. Los sustantivos dominantes son objetos pintados en un terreno neutral. Wright hace hincapié en los “los nombres, y los nombres de las cosas, los lugares del pasado”. Va de la sensación a la palabra. Estas disecciones frenan al lector, lo hacen recapacitar; ayudan a los ojos de la mente. Importante por su énfasis espacial son adverbios y preposiciones, “el agua de la piel de cada línea del relato/ no demasiado adentro, pero lo suficiente, / no demasiado cerca de la superficie”.
El poema “Arqueología” depende de los objetos. Wright establece su imaginería como una descripción: “Embalse de Hiwassee, Carolina del Norte. / Todavía es 1942”. El impacto es visual, un mundo pictórico contenido en sí mismo. Su autor es un innovador radical. El poema evade lo que parece invitar: una interpretación sencilla: “se seca la brisa agreste de la tarde en las agujas secas de la cicuta y el pino. / No puedo cavar más hondo.”
La composición “Días fantasmales” significa como un objeto de arte que se aferrara a su propia forma, a su color. Sus imágenes son irrefutables: “¿Qué año fue aquel? / Las piezas se aclaran y se ocluyen como un derrame en la retina”. Sus paradojas llegan envueltas en versos que serpentean y frases que no desembocan: “Qué alto estabas allí entonces, en nuestros años jóvenes y tan trastabillantes. / Qué alto estábamos todos”. Las constantes repeticiones y reconsideraciones no son sino una parte integral del proyecto: dejar constancia del flujo permanente del mundo.
Wright ha escrito más de una docena de poemarios, entre ellos Zodiaco negro (1997), que ganó el Premio Pulitzer y un National Book Critics Circle Award. En Cicatriz, Wright lucha contra la fe y contra la duda. No quiere vencer a una u otra, sino seguir maravillándose ante la persistencia de ambas. La unión (la separación) de lo trascendente y lo concreto en sus poemas actúa a modo de tejido que regenera el discurso. Su poesía es cicatriz que cura.