Tras obtener el Premio Biblioteca Breve con su última novela, Fernando Aramburu se toma un respiro en su faceta de creador de ficciones para confeccionar un texto con recuerdos de infancia, artículos olvidados, digresiones sobre literatura, homenajes a ciertos autores o a sus obras y todo tipo de reflexiones pertinentes. Un verdadero inventario de opiniones y afectos, pero también una mirada al camino recorrido para confirmar la rectitud de la senda elegida y justificar la dirección hace tiempo tomada.
Pero al revisar sus aportaciones, juicios y adhesiones, Aramburu no cae en soberbias como la de esos novelistas que pretenden dar el portazo al género pronunciando ellos la última palabra; o en la imprudencia de los que se creen en posesión de verdades literarias o ideológicas para ellos incuestionables. Él prefiere, humildemente, dejar las letras entornadas por si alguien quisiera asomarse a sus textos.
En este, como en otros suyos, vuelve a asomar su aversión a la violencia política de la que fue testigo desde su juventud, cuya irracionalidad ejemplifica con el acoso que recibiera la emblemática librería Lagun de su San Sebastián natal, víctima indistinta del furor inquisitorial de unos y otros. Y de nuevo se hace visible aquí la profunda comprensión de ese fenómeno que ya abordara en su novela ‘Años lentos’ o en los relatos de ‘Los peces de la amargura’, y que demuestra con su depurado y preciso estilo al hablar de “la escuela del odio con su pedagogía del crimen”; de “la doctrina que, comprimida en consignas, hace imposible el raciocinio libre”; o al referirse a los jóvenes que “aspiran a la aceptación entre los de su especie, con las ceremonias de la destrucción”.
Pero el grueso del libro corresponde a artículos en los que la literatura es la protagonista. En ellos el autor reverencia a poetas como Aleixandre, y recuerda la poesía social de Celaya, o la angustia y la rabia de los versos de Blas de Otero. Revisita también territorios como la Comala de Juan Rulfo, la Plaza del Diamante de Mercè Rodoreda o el Getxo de Ramiro Pinilla; y no olvida comentar a clásicos en otras lenguas como Thomas Mann o Dostoievski.
Aunque para clásicos, sus referencias siguen siendo el Lazarillo, el Quijote o la obra de Quevedo, de cuyas influencias podemos detectar trazas en su afinada prosa o, como él mismo advierte, en la cervantina ‘Fuegos con limón’, su primera novela, en la que el disparatado artefacto de intervención denominado ‘CLOC, grupo de Arte y Desarte’ al que perteneció el autor, dio el salto a la ficción. Y clásica es también la estructura de ‘Las letras entornadas’, al presentar los capítulos al hilo de conversaciones entre el propio Aramburu y un misterioso personaje, el Viejo, de cuya bodega salen los caldos que ambos saborean apreciativamente.
También tienen cabida en el texto consideraciones sobre la soledad compartida del escritor, o sobre el elusivo concepto de materia poética, en la que, según el autor, “han de concurrir en mezcla óptima la revelación y los símbolos”; y sobre cómo invertir el camino de transferencia habitual haciendo que la ficción entre a formar parte de la realidad.
Se cierra el libro con un artículo sobre el relato ‘Casa tomada’ de Julio Cortázar, en el que dos hermanos que viven en silencioso aislamiento se ven obligados, por una presencia extraña y múltiple, a ir cediendo espacio en la casa que habitan hasta terminar por abandonarla. Quizás Aramburu, hace mucho residente en Alemania, quiera ver en ese hogar, en esas fuerzas hostiles y en esa marcha, una secuencia de hechos fácilmente reconocible y algo más que simbólica.