Desde que la Poesía bajara del Olimpo mitológico y metafísico en el que algunos se empeñaban en mantenerla, para compartir mesa y mantel con los humanos, han sido muchos los que se han acercado a ella porque en ella se empezaron a reconocer. Incluso lectores voraces y exclusivos de prosa que antes chocaban con el gélido material de la trascendencia empezaron a compartir una sentimentalidad libre, al fin, de interpretaciones eruditas. Y no es que el paseo por aquellas cumbres no mereciera la pena, es que ni el paisaje era siempre tan sublime, ni todos los pechos soportaban un aire tan puro.
El descenso ha estado flanqueado por hitos aislados, movimientos vanguardistas y agrupaciones generacionales, pero el terreno empieza a hacerse realmente llano, por nuestros pagos, con autores tan cercanos como Gil de Biedma, Ángel González o Luis Alberto de Cuenca, o los más recientes “poetas de la experiencia” Luis García Montero y Vicente Gallego. Una mínima nómina representativa de unos intereses poéticos más terrenales y mundanos.
En el mundo anglosajón, la figura que consiguió desprenderse del lastre canónico que suponían los Eliot, Auden y Pound, fue Philip Larkin de cuya obra, especialmente popular en su país, podemos disponer ahora en una cuidada edición bilingüe que incluye sus tres principales libros: ‘Engaños’ (1955), ‘Las bodas de Pentecostés’ (1964) y ‘Ventanas altas’ (1974).
Se trata de una inmersión en un mundo de vivencias cotidianas con la que, en un tono desencantado, se nos alerta de los peligros del autoengaño, porque “adquirimos la mala costumbre de la esperanza”, dejándonos deslumbrar por una “centelleante flota de promesas”, según nos advierte Larkin en ‘El siguiente por favor’. Y esa presencia de lo ilusorio es tan recurrente como la de uno de sus principales personajes, caracterizado en ‘Piel’ como “ese viento constante y cargado de arena: el tiempo”. Un monarca capaz de interpretar la vida como un ‘Compás de tres tiempos’, el poema en el que se representa uno de ellos, el pasado, como “un valle sembrado de irrisorias oportunidades desperdiciadas que insensatamente renunciamos a aprovechar”.
Aunque el simple dolor por el tiempo pasado o no vivido también puede ir acompañado, como en ‘Ventanas altas’, de la certera constatación de los cambios que su paso impone destruyendo certezas. O de la desconfianza en los mensajes para la posteridad reflejada en ‘Una tumba para los Arundel’, porque, como apuntaba Larkin, “el amor no es más poderoso que la muerte”, aunque las imágenes de piedra de los condes yazcan de la mano en una pose que el tiempo ha falseado al convertirla en emblema. Un poema que clausura el verso “What will survive of us is love”, que, así aislado, podría sonar a tema musical de los 60, a cuya fertilidad creativa está dedicado ‘Annus mirabilis’.
En el volumen también caben la ironía y el humor, la campiña inglesa con sus ferias populares o el baile en un club de jazz entrevisto a través de una ventana, e incluye, además, alguno de los últimos poemas no recogidos en libro, como ‘Albada’, un completo compendio de las angustias asociados al miedo a la muerte, cuyos efectos intentaba disipar antes “la religión, ese vasto brocado musical apolillado creado para fingir que no morimos nunca”.
Y para finalizar esta reseña, nada mejor que la lúcida interpretación que del proceso poético realiza el propio Larkin y que, Damián Alou, responsable junto a Marcelo Cohen de la presente versión de sus poemas, nos recuerda en su introducción: “la poesía debería comenzar con una emoción en el poeta, y acabar con esa misma emoción en el lector. El poema no es más que el instrumento de transferencia”.