Publicada en 1963, pero inédita en castellano, ‘Matemos al tío’ es la divertida recreación de ese mundo infantil en el que pueden convivir los placeres más elementales con los miedos más paralizantes, o combatir los valores más elevados contra las fuerzas más tenebrosas. Un territorio de extremos antagónicos en el que Rohan O’Grady enfrenta a sus poco convencionales protagonistas con las realidades del universo adulto, produciendo una obra accesible a un segmento de lectores de la máxima amplitud. De la anchura de aquel son responsables la sencillez del estilo, la eficacia evocadora de los escenarios o la sombría ambientación de algunos pasajes, digna de las historias gráficas de Edward Gorey, el autor de la portada original y reconocido precursor de Tim Burton.
La historia se desarrolla en una isla cercana a la costa occidental de Canadá a la que llegan, en el mismo barco, Barnaby y Christie, dos niños inquietos, mentirosos compulsivos y azotes de la tranquilidad de cuantos los rodean. Ella se alojará en la acogedora casa de la cabrera mientras que él lo hará en la de una pareja que perdió a su hijo en la guerra, y cuya presencia pretenden recuperar con la del niño. Los habitantes de la isla, en su mayoría ancianos retirados, son representantes canónicos de todo tipo de actitudes, desde las más conservadoras o represivas, a las más indulgentes y generosas, y sufrirán, conforme a sus méritos, el incordio de los niños. A esos caracteres arquetípicos, ampliación de los propios del cuento para niños, habrá que añadir el que encarna la figura del sargento de la Policía Montada, ejemplo de obsesiva rectitud que mantendrá a la imprevisible pareja bajo constante vigilancia.
En el caso de Barnaby esa tendencia destructiva parece motivada por la inminente presencia de su tenebroso tío, y por el convencimiento de que este pretende eliminarlo para conseguir su herencia. Pero los ya inseparables amigos decidirán adelantarse a los acontecimientos urdiendo un elaborado plan para liquidar al tío, cuestionando, de paso, la inocencia intrínseca de sus tiernas edades.
En realidad, los relatos de niños acosados por agentes del mal, ya contaban con ilustres y cercanos antecedentes. A mediados de los 50 aparecieron el original de Davis Grubb, y la posterior versión cinematográfica de Laughton, de ‘La noche del cazador’, con la inolvidable interpretación de Robert Mitchum en el papel del falso predicador que persigue a dos hermanos para hacerse con el dinero del padre; y en 1960 se publicó ‘Matar a un ruiseñor’, la novela de Harper Lee llevada al cine dos años después por Robert Mulligan. En ambos casos, la colisión entre el candor de la niñez, aquí sin mácula, con la perversidad de algunos miembros del mundo adulto, es el detonante del traumático salto a la adolescencia.
En la novela de O’Grady, más cargada de ironía y que también tuvo su versión cinematográfica, contamos, además, con la presencia de personajes entrañables como Lady Syddyns, rodeada de emblemas del Imperio Británico, ya sean los trofeos de caza de su difunto marido o sus valiosos juegos de té; Desmond, el chico retrasado, un tipo de personaje con un importante papel en la novela de Lee. Incluso el propio sargento Coulter, perdidamente enamorado de la convencional mujer del pastor anglicano, nos muestra su lado más amable; como hace, sin olvidar su propia naturaleza, el puma Una Oreja, curtida víctima de los cazadores humanos y resignado juguete de los niños.
Una lectura, pues, ligera pero no ramplona, de lectura fácil pero no trivial, y con el ambicioso objetivo de activar por igual las emociones de grandes y pequeños.