En la novela Los reconocimientos (Sexto Piso, 2014), el pintor Wyatt Gwyon se dedica a firmar obras de maestros como El Bosco, Hugo van der Goes y Hans Memling. Para ser más exactos, Wyatt crea nuevas pinturas que reproducen a la perfección no sólo el estilo de los viejos maestros, sino también su espíritu. Tras envejecer a conciencia las imágenes, añade la firma del artista en cuestión. Desde ese momento, la pintura ya no es un original de Wyatt, sino un “nuevo” original de un genio muerto hace tiempo.
“La mayor parte de las falsificaciones sólo duran unas cuantas generaciones, precisamente porque están hechas con tanto cuidado al gusto de la época; un Rembrandt falso, por ejemplo, confirma todo lo que esa época ve en Rembrandt” (p. 351). Basil Valentine, otro de los personajes de la novela del autor norteamericano William Gaddis (1922 – 1998), es un artista con talento, pero al igual que Wyatt, es reaccionario. Para Basil, innovar es apropiarse de ideas y obras ajenas: “La gente más original se ve obligada a dedicar todo su tiempo a plagiar. Su único problema es que si tienen una chispa de ingenio o sabiduría no se la reconocen. La maldición de la inteligencia” (p. 381).
Los personajes de Los reconocimientos (publicada en inglés con el título The Recognitions en 1955) son artistas que buscan la salvación a través del arte, autores errantes, unas veces héroes y otras villanos, que se ocupan de registrar los préstamos involuntarios y las falsificaciones de la cultura moderna. Así, la obra está llena de impostores y farsantes, falsificadores y estafadores, aspirantes a artista: “Allí había poetas que pintaban, pintores que hacían crítica musical, compositores que reseñaban novelas, novelistas inéditos que escribían poesía”. Todo artista es un embaucador y el Viareggio, un pequeño bar italiano donde se congregan, “cloaca de todos los vicios, donde se considera la virtud como prueba de estupidez, y la prostitución conduce a la fama” (p. 454).
Equiparable al Ulises en ambición, uso del lenguaje y penetración irónica, la novela de Gaddis se nutre, al igual que la de Joyce, de la cultura popular y la erudita. Ambas pueden ser elitistas e irreverentes, y todo ello de forma intencionada. Licenciado por la Universidad de Harvard y habitual de los circuitos culturales de Nueva York, Gaddis se ocupa en su novela lo mismo de los papas medievales, los santos, el antiguo culto romano de Mitra y los maestros holandeses, que de los clubes de madrugada y los rincones ocultos de Greenwich Village.
Obra posmodernista temprana, Los reconocimientos participa de una imaginería típicamente modernista. A esta corriente anglosajona pertenecen su sexualidad torturada, su fragmentación, su despecho por la estructura, su obsesión por el estilo y sus limitaciones, su hilaridad basada en la mezcla de alta y baja cultura a la que aludíamos antes. Posmodernistas son, por el contrario, el estilo descarnado de algunos pasajes que prefiguran a Burroughs, la metaficción que asociamos a Calvino y Borges.
William Gaddis ganó el National Book Award por su segunda novela, Jota Erre (1975, Sexto Piso 2013), pero es su primer libro, Los reconocimientos, el que sustenta su modesta reputación literaria. En un siglo en que no faltaron novelistas invisibles, (Salinger, Pynchon, Foster Wallace), Gaddis no sólo fue el primero, sino también el que mejor supo ocultarse. Tanto, que todavía no ha sido descubierto. El lector en castellano tiene oportunidad de hacerlo en esta magnífica traducción de Juan Antonio Santos Ramírez y Mariano Peyrou.
En la novela de Gaddis, conocer es reconocer (se). Pero reconocer (se) implica tiempo, experiencia, autenticidad, conceptos huecos en un mundo desacralizado, donde “los dioses sustituidos se convierten en diablos en el sistema que suplanta su reinado, y se quedan para causar problemas a sus sucesores, asequibles, como son, a los pocos para los que la magia no ha perdido la esperanza y ha sido sustituida por la religión” (p. 173).
Wyatt y Basil, al igual que Stephen, Stanley y el resto de personajes, rechazan el arte contemporáneo, la sociedad en la que viven, incluso la cordura de la que hacen gala en contadas ocasiones. Son mentes ilimitadas limitadas por las coordenadas espacio-temporales. Persiguen la verdad y la autenticidad en un mundo donde lo sagrado no es tal, no puede existir, se encuentra ahogado por el comercio, el ruido, la falsedad: “– ¿El arte actual? – Los dientes desiguales mostraron una sonrisa burlona a través del humo –. El arte actual se escribe con f [Art, “arte”, fart, “pedo”] (p. 228)”.
Las pinturas de El Bosco, Memling o Dierick que imitan, al igual que la novela de Gaddis, funcionan a modo de construcciones en las que se mezclan religión y mitología, ingenio y horror especular, “en negación ritual del conocimiento maduro de que nos estamos alejando unos de otros, de que sólo compartimos una cosa, el miedo a pertenecer a otro, o a otros, o a Dios”. Las imitaciones de los grandes maestros de la pintura, al igual que Los reconocimientos, son obras de arte que se resisten a un análisis completo y exhaustivo, “donde solo el dinero es moneda de cambio, y bajo árboles muertos y frágiles adornos manos prensiles intercambian falsificaciones de lo que el corazón no se atreve a entregar” (p. 173).