El escritor venezolano Salvador Garmendia (1928-2001) tuvo su “cuarto de hora” en los ’70 y ’80 del año pasado, especialmente en el tiempo en que vivió en Barcelona, publicó su novela “Memorias de Altagracia” y recibió el Premio Nacional de Literatura de su país. Sin embargo, de a poco fue ingresando en un inmerecido “olvido” que se acentuó en sus últimos años de vida, cuando enfermó gravemente, primero de diabetes y por fin afectado por un terminal cáncer de garganta. Hoy, cuando los libros de Garmendia han desaparecido de los estantes de las librerías, debe recibirse con beneplácito la antología de sus cuentos preparada por Viviana Paletta, porque viene a reparar un injusto y prolongado silencio.
De joven vinculado a la izquierda, los primeros libros de Garmendia fincaron en el realismo, pero a medida que fue creciendo como escritor elaboró una literatura más compleja, incorporándole la veta fantástica o abrevando en el mismo surrealismo. Considerado el maestro por excelencia de la novela urbana, cuando en 1972 publicó “Memorias de Altagracia”, cambió de perspectivas al sumergirse en el mundo de los recuerdos personales y de ese modo potenció su narrativa.
Garmendia fue uno de esos nombres que, como los de Reinaldo Arenas, José Agustín, Antonio Skármeta o José Donoso, se ubicaron en la periferia del “boom” latinoamericano de los ’70, y aunque no fue colocado a la par de Vargas Llosa o Cortázar, contribuyó con una obra vasta y variada a renovar la literatura en nuestro idioma. Y, especialmente, la de su país. El venezolano publicó una veintena de títulos, entre novelas y libros de cuentos, destinados al público adulto, varios de literatura infantil, escribió guiones radiofónicos y televisivos, fue locutor profesional, periodista, profesor universitario y autor también de varios libros de ensayos, así como sus columnas periodísticas reunidas en libros. En los ’80 se desempeñó como consejero cultural de la Embajada de Venezuela en España.
La producción literaria del autor venezolano es vasta, y Viviana Paletta debe haber tenido considerable trabajo para su selección, porque el autor publicó un total de 14 libros de cuentos. No obstante, la antología es amplia y muy representativa del mundo “garmendiano”. Ella no guarda un orden cronológico sino que terminan siendo una “muestra” de la amplitud de miras y búsquedas del autor y su propósito –como bien señala la antóloga- es ser ·puerta de entrada al universo narrativo del escritor, “una inmersión en un mundo donde conviven la lucidez y el sueño, que también adquieren la forma de alucinaciones y pesadillas domésticas y del mundo del trabajo”.
Resumir en pocas palabras ese “mundo” es imposible, porque Garmendia era muy imaginativo y la forma que elegía para presentar sus relatos variaba de cuento en cuento. En los últimos años de su vida creativa optó por el cuento breve, y también en la antología hay una amplia muestra de ese “subgénero”. El humor fue la constante, como la “falta de respeto” a cuanto fuera institución. Paletta, al hablar de los personajes que se presentan en esta extensa galería, dice con propiedad que son “excéntricos, anómalos, maniáticos, perversos, incluso cómicos” y que “a través de ellos se exploran los límites entre la vigilia y la ensoñación, la pesadilla, en medio del alienante tráfago de las ciudades”.
Se hace difícil no sólo la síntesis, sino detenerse en estos cuentos, porque suman unos 60 los elegidos y cada uno de ellos merece atención y análisis. Muchos de los relatos generan desasosiego. Tomemos como ejemplo el texto que da título a la antología: Paulina es una niña que no bien deja su casa se transforma en una muñeca humana, de partes que se sacan y sustituyen con facilidad (los ojos, las manos), de intensa y amplia sexualidad pero sin la menor emoción. = el desasosiego que experimenta quien lee el cuento del hombre al que, para aliviarle una jaqueca que lo lleva loco, le extirpan la cabeza (y debe convivir con ella) o el que produce un hombre que asegura que ha hablado con una persona que, al parecer, está muerta, la que a su vez lo ha hecho con otra, que –presuntamente- también murió…
Garmendia fue una nueva voz en el por entonces átono mundo literario venezolano. De inmediato se lo consideró, junto a otros jóvenes escritores de la época, como el “anti” Rómulo Gallegos y otros escritores consagrados fincados en el costumbrismo. Se podría decir que con él llegaron la modernidad y el relato urbano. La urbe, la enorme Caracas (hoy de más de 3 millones de habitantes, el 10% de la totalidad de la población venezolana), se volvió protagonista de sus historias y sus personajes resultaron hijos directos de ese entramado complejo, que reclamaba si no su cronista, a quien supiera contar y pintar sus luces, sus sombras, sus realidades y sus delirios.
“Hacedor” de múltiples proyectos culturales, el narrador integró grupos literarios (Sardo y El Techo de la Ballena), llevó a la radio guiones basados en grandes obras literarias, fundó revistas, escribió columnas periodísticas y adoptó en forma permanente posiciones políticas que, generalmente, se ubicaban a contrapelo del poder de turno.
En el último de los relatos seleccionados por Paletta, Garmendia elabora una teoría sobre el cuento que vale la pena repetir: “El cuento es tenido como una disciplina menor. No genera teoría. Cada quien escribe el cuento que quiere y como quiere, sin que nadie se meta. La escritura del cuento posee la limpidez cerrada del acto poético. La oración sin fisuras, cuyos empalmes se producen por un impulso espontáneo del propio material. La palabra que brota en el cuento es un germen predispuesto para la madurez, en cuyo centro crece y se independiza el calor del poema”. Está claro que sabía de qué hablaba. Y que más sabía, y mucho, cómo ejecutarlo.